La caída del Imperio.

Texto de Aidan MacLear, publicado en Setting the Record Straight el 11 de diciembre del 2020.

Muchos en nuestro bando construyen una analogía de nuestra situación actual con la historia de los últimos días de la República romana. Yo mismo desearía que este fuera el caso; pelear por César es una propuesta mucho más atractiva que lo que tenemos, pero existe una analogía histórica diferente que considero un poco más apropiada: no vivimos los últimos días de la República romana, sino del Imperio.

Peor aún, no somos Roma sino Cartago. Alemania (muy irónicamente) fue Roma; este Imperio terrestre con sus tradiciones militares y sus dos guerras contra la talasocracia anglo-americana análogas a las guerras púnicas; Estados Unidos es a Inglaterra lo que Cartago fue a Fenicia. En nuestro caso, la necesidad de obtener tecnología de punta para hacer la guerra dio una gran ventaja al poder marítimo con control total de las líneas de suministros globales. Roma misma acabó descubriendo la importancia de retar la supremacía naval cuando, en las guerras púnicas, sufrieron pérdidas titánicas hasta que pudieron vencer en el mar a los cartagineses. Alemania no tenía ni la voluntad ni la capacidad para lograr esto, y por ello pereció.

Ahora imaginemos a Aníbal volviendo victorioso de una Roma arrasada y esparcida por el Tíber sólo para ser asesinado por una cábala de sacerdotes cartagineses quienes no sólo proceden a institucionalizar su masiva autoridad informal sobre Cartago misma, sino también emprenden una cruzada para esparcir la fe y prácticas en honor a Moloch por todo el mundo conocido; eso son los Estados Unidos poco después de acabada la segunda guerra. No esperamos a ningún César. Ya tuvimos nuestro César. Fue un sacerdote de una religión malévola. No reemplazó una república decadente y corrupta con una autocracia militar basada, sino con un mandato de burócratas gnósticos puestos en una espiral de pureza.

Bajo Franklin Delano Roosevelt, las formas de la vieja república continuaron, pero su contenido se vació. Las opiniones de los terratenientes blancos, primigenia clase patricia (si bien expansiva) de Norteamérica, se volvieron políticamente irrelevantes. Las opiniones del aparato sacerdotal-burocrático, dirigido por los «expertos» educados que instaló Roosevelt, empezaron a dictar la nueva política. Por supuesto, Roosevelt cruzó el Rubicón no postulándose para un tercer o cuarto mandato presidencial, sino atando a este aparato sacerdotal inconstitucional a las palancas del Poder usonano.

El aparato de Roosevelt declaró una guerra civil en contra de las fundaciones de la República, en contra de cualquier elemento que pudiera ofrecer resistencia a su régimen. Si bien tengo mis desacuerdos con C. A. Bond, su libro Némesis detalla exactamente cómo ocurrió esto. Vastas hordas de bárbaros fueron adentradas al Imperio, luego recibieron protección política e inmunidad a cualquier persecución, cosa que, naturalmente, resultó en una masiva campaña de guerra de baja intensidad que forzó a los viejos patricios a escapar de sus propias ciudades. Las grandes instituciones financieras que prosperaron de la mano de la República tardía fueron sometidas a la clase sacerdotal a través de litigios de derechos civiles; ya no podrían contratar a quienes quisieran, y cada corporación debía tener una oficina que funcionase como un puesto de avanzada para la Academia; una oficina llena de comisarios cuyo único trabajo era sabotear a la compañía para la cual supuestamente trabajaban en caso de que esta se desviara del camino.

Las ciencias se entorpecieron en las décadas posteriores al ascenso del César. Para quienes viven en 2020, una fotografía del 1900 luce imposiblemente futurista: ciudades limpias en cuyas calles hasta el más insignificante obrero iba de traje y con sombrero, y cada uno de sus edificios había sido diseñado con inmaculado sentido del gusto y la estética. De igual forma, los romanos del 450 ya no podían reparar sus acueductos o construir nuevos; la tradición ingeniera del Imperio temprano se desvaneció, cayendo poco a poco cada estructura. Una sociedad que en 1900 construía cientos de kilómetros de vías subterráneas de ferrocarril en una década, ahora logra apenas dos millas en un siglo.

En las últimas décadas de Roma, los reyes bárbaros manipulaban a emperadores débiles como marionetas. Utilizaban las formas imperiales de Roma como un delgado velo que ocultaba el mismo estilo de gobernanza de una tribu germánica y forestal. Del mismo modo, las formas burocráticas-imperiales erigidas por Roosevelt están siendo vaciadas por los bárbaros. Todavía no estamos ahí, pero el nepotismo de casta de los indios, el revanchismo de la gente «racializada» y la actitud gerencial de los chinos se están acercando al aparato de poder teocrático de la izquierda. Eventualmente, la Academia, el periodismo, la agencia de tres letras y el departamento de recursos humanos serán un sólo traje. Y tras de eso, al igual que los reyes bárbaros de Roma, el traje será desechado, la marioneta ejecutada, y las tres principales corrientes de barbarismo declararán abiertamente la guerra por las ruinas.

Pero como somos Cartago y no Roma, estos conflictos toman forma de disputas ideológicas en vez de guerras civiles. Los desacuerdos entre sacerdotes, por supuesto, van escalando hasta la guerra civil, pero esta es mi mejor explicación para el hecho de que, a diferencia de Roma, no experimentamos frecuentes y sangrientas guerras civiles por la ocupación del trono. Hemos vivido, sí, múltiples guerras civiles ideológicas que terminan con la santidad de la década previa abolida en nombre de la del año actual.

Suena bastante triste. Pero en Roma podemos contar varias figuras del Imperio tardío con la voluntad y el honor de intentar una restauración. Todas ellas fracasaron, pero no me corresponde a mí juzgar si una empresa está siempre condenada al fracaso. Trump es una de estas figuras y, al igual que Aureliano y Mayoriano, su problema es la falta de lealtad. Pero Trump no es un general conquistador; Roma tenía, incluso en sus últimos suspiros, una tradición de sangre y honor que podía producir grandes hombres. Nosotros no tenemos tal tradición; nuestro sacerdocio ha asegurado la destrucción de todos los enclaves «aristocráticos» que pudieran generar reacciones, especialmente en el caso de los militares, cuyos rangos superiores están compuestos enteramente por sacerdotes leales al régimen. El motín siempre es posible, pero los motines requieren liderazgo. Los grandes guerreros e intelectuales de nuestro tiempo llevan vidas de pura oscuridad porque nuestra sociedad es notablemente eficiente en promover mediocridades afables (una necesidad cuando los reclamos del sacerdocio son mentiras de pies a cabeza) y despojar las energías de los competentes en esfuerzos atómicos y búsquedas sin sentido. El gordo barbudo que discute en foros de Internet sobre el canon de Star Wars es un teólogo frustrado; el friki optimizando estrategias para videojuegos competitivos, un oficial militar frustrado.

Todo en nuestra sociedad es falso y gay, e incluso los más grandes han sido amariconados. Y no es como si esas personas fuesen curables, en general. Para crear hombres tan exigentes y centrados, es necesario que sean criados y educados con un sentido del deber cívico, para así cultivar su voluntad de poder y la confianza necesaria para gobernar. Eso es lo que quise decir cuando hablé de una «tradición de sangre y honor»; ni siquiera es necesariamente militar, ya que la élite WASP de la costa este de Estados Unidos tenía una tradición aristocrática de diplomacia y servicio civil, incluso si la usaban con fines perversos.

Para localizar a quien ocupe el centro luego de la caída, debemos identificar bastiones de élites incipientes. La coalición racializada es demasiado retrasado, hablando en términos generales, para gobernar cualquier cosa (el término «BIPOC» es un nuevo término diseñado para separar a los estúpidos y santos subhumanos de los asiáticos orientales e hindúes de casta alta). Sin embargo, los racializados son conspicuamente más santos que cualquier otro grupo en la escatología de la izquierda. Si terminan gobernando, nos enfrentamos a un autogenocidio estilo camboyano o a un gran salto adelante maoísta pero a mucha mayor escala, siendo Haití el punto final a menos que lo detenga un Stalin. En Haití, por cierto, y esto se lo digo a la comisaria mulata y lesbiana leyéndome con horror, los negros literalmente se comieron a los mulatos una vez terminaron con los blancos, un hecho que debería hacerle dudar un poco de su futuro.

Considero poco probable que la facción sinófila logre salir victoriosa. Ya a los asiáticos orientales se les está revocando el privilegio de gente de color debido a que no son unos bárbaros, y aún así siguen lamiéndole la bota al partido. Pero suponiendo que los chinos convierten a Estados Unidos en un gigantesco Toronto, la vida bajo los mandarines judeo-mestizos probablemente sea una mejoría para el Amerikaner promedio. Por otro lado, se verá reducido a la vida de peón mientras la decadencia social y moral continúa sin cesar. Me gusta la grandeza y este estado de cosas me parecería grotesco e intolerable.

Los indios tienen prospectos decentes, pudiendo esconderse detrás de los miembros más tontos y menos competentes de su raza. El indio de casta alta, sin embargo, se contenta perfectamente con vivir encima de un montón de basura humana y literal; de hecho, probablemente sienta un gran malestar en una sociedad que no se parezca a los grandes barrios marginales que vierten su hez en el Ganges, y se esforzará por recrear su tierra natal en la tierra conquistada.

El futuro castizo es otra opción; el problema es la falta de castizos. La mayoría de los latinos asentados en Estados Unidos son de baja calidad humana; los latinos más blancos e inteligentes en casa tienden a quedarse en casa, porque están a cargo. Sin embargo, la comunidad de exiliados cubanos en la Florida es una que debe seguirse de cerca, ya que no sólo están generalmente alineados con los valores de la civilización blanca, sino que son una élite real, expulsada colectivamente de Cuba, y una comunidad verdadera, con el potencial de cohesionarse. Como en casa, poseen una identidad imperial multirracial que trae consigo a sus primos más morenos como aliados y soldados de infantería.

Finalmente, nos queda el Amerikaner, huérfano de la civilización, sin élite que le ampare; en verdad nunca fueron amparados. Trump hoy es su representante, pero no hay gente leal que encomendarle, y la cultivación de una aristocracia entre sus filas es su mayor necesidad si logra hacerse con la victoria. En nuestra analogía Roma-Cartago, la victoria del Amerikaner representa en sí misma a una conquista bárbara, una revuelta de un pueblo jenízaro, antaño subyugado, que ha peleado las guerras de sacerdotes malévolos (Cartago fue conocida por su empleo de jenízaros). Aunque siga vistiendo las túnicas del Imperio de Roosevelt, en verdad su contenido sería una forma más antigua de gobierno, un fantasma de la frontera y del oeste; sería la política tribal del pequeño poblado (y lo digo con respeto), elevada a una escala grandiosa.

Sin importar quien gane—Trump puede cruzar el Tíber, ganar una guerra civil, y aún así ser derrotado por las fuerzas históricas presentes—, el reinado de la teocracia costera de las Américas va en descenso. Ricimero, titiritero, sea cual sea su nuevo avatar, espera detrás del telón, moviendo los hilos de una nueva marioneta.

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