La inmigración es un fenómeno intrínseco a la condición humana, estuvo presente en su estado natural de nómada, cazador y recolector. Con el advenimiento de la agricultura y la civilización, la inmigración dejó de ser universal y se volvió un fenómeno más reducido, aunque siempre estuvo ahí.
Las causas han sido las mismas desde siempre: violencia, escasez y luego la búsqueda de estatus económico o hasta mero reconocimiento social (véase la inmigración judía a Palestina después de la fundación del estado ilegítimo de Israel, a pesar de las guerras y el repudio internacional).
En tiempos modernos y particularmente cuando hablamos de inmigración desde regiones pobres –como América latina- hacia otras más ricas –la América anglo-sajona, por ejemplo-, el caso no es distinto. Toman primacía los factores económicos y la violencia más que el reconocimiento o el prestigio: poco se gana al llegar a una cultura ajena, a la cual el inmigrante promedio es incapaz de adaptarse y en la cual deberá trabajar con mucha fuerza. Aunque esta realidad puede que esté cambiando.
Nicaragua no es excepción a estas modas regionales y tampoco son especiales los nicaragüenses cuando se trata de experimentar cambios radicales de cultura.
Muchos autores han estudiado este fenómeno desde distintas perspectivas y otros, quizá algo más inventivos, le dan cualidad de escenario y ahí retratan lo que ocurre, todo el drama y la tragedia, algunas historias más brillantes también. Con esto aumentan el impacto del mensaje: las estadísticas no te hacen llorar y tienen un límite para hacernos accionar; los rostros y los dramas, por el contrario, mueven mundos y nos queman desde adentro.
Quitando la validez o veracidad de una agenda, todos podemos estar de acuerdo que el arte (el que se toma en serio, al menos) tiene una por detrás y en este caso me gustaría señalar la obra de Carlos Fuentes titulada La frontera de cristal (1995). Esta obra está centrada en la inmigración desde México hacia los Estados Unidos, pero podemos, con seguridad, afirmar que los eventos y temáticas de la obra son aplicables a toda Latinoamérica.
Tomemos el relato que da nombre a la obra; en La frontera de cristal se relata la historia de un trabajador mexicano llevado a laburar a los Estados Unidos por un magnate mexicano. Esta situación es común a todos los países al sur del río bravo, donde el desempleo es rampante y cualquier oportunidad de laborar en el extranjero es tomada y, a su vez, los intrépidos emprendedores ven la oportunidad de ganar más dinero y acarrean como ganado a estos trabajadores hacia las manos de los empresarios usonanos.
Es la salvación de muchas familias recibir remesas del extranjero (esto se toca brevemente en el relato titulado Benito Ayala) y son tantas las personas beneficiadas que estos envíos son pilar de muchas economías; la de Nicaragua incluida.
Sin embargo, no todos tienen la oportunidad de ser llevados formalmente hacia el país norteño y toman la vía ilegal, donde personas inescrupulosas (les llaman coyotes) los manipulan. Muchos acaban muertos, otros justamente detenidos y finalmente deportados. El amparo de estos migrantes ilegales son los sectores del establecimiento político estadounidense –el partido demócrata– que abogan por la relajación de las leyes migratorias y hacen campaña por el aumento de estatus cultural de los migrantes.
Con respecto a la violencia, es bien sabido que Latinoamérica es una región muy inestable políticamente y que posee altas tasas de crimen y conteos altos de atrocidades per cápita. El México existen los narcotraficantes, múltiples carteles con inspiración en otras organizaciones delictivas, extintas o aún funcionales, de más al sur, actuando en esencia como redes terroristas y perpetrando salvajadas comparables a las de los yihadistas del mundo islámico.
En otros lugares la violencia es política. A inicios de la década de 1980, muchos nicaragüenses huyeron a los Estados Unidos debido a las masacres perpetuados por el gobierno de inspiración marxista-leninista del Frente Sandinista de Liberación Nacional, uno de muchos partidos de la izquierda guerrillera que asolaron América latina en el s. XX y los casos de inmigración masiva venezolana y cubana, a pesar de ser esencialmente económicos, también poseen una motivación política.
Casi todos los nicaragüenses conocemos a alguien que tuvo que abandonar el país –especialmente desde el año pasado- ya sea por alguno de los motivos expuestos con antelación o por otros menos urgentes. Recalco parte de una conversación que sostuve con una docente de la UCA, hace un tiempo ya, sobre su –medianamente larga- estadía en Galicia, España; iba algo así:
Es horroroso. No conocés a nadie, hace un frío jodido y encima todo te recuerda a tu casa. No es tan fuerte los primeros meses, pero con el tiempo estás harto de todo: de la comida, del cómo habla la gente, de cómo se visten y hasta de los olores terminás hastiado. Nada funciona como esperás que funcione y tené en cuenta que entre España y Nicaragua hay un océano, pero existe uno que otro lazo cultural todavía; de ahí viene parte de nosotros. No me imagino lo horrible que será ir a Estados Unidos o Alemania. No quiero saber.
El choque cultural es una realidad. Las culturas humanas son imágenes de los impulsos biológicos de los pueblos, evolucionaron en un patrón de almazuela, adyacentes, con algo de contacto, pero ultimadamente separados, lo que permitió la diversificación. Las culturas son sólo superficialmente similares y la mezcla entre ellas causa problemas a gran escala, pero también a los individuos atormenta.
El inmigrante no sólo debe lidiar con el trabajo físico, también tiene que enfocarse en un trabajo cultural incesante: el de desechar su cultura, todo en lo que cree, para aceptar una máscara de impulsos ajenos. Esto es imposible a edades avanzadas y hay evidencia para argumentar que las proclividades de ciertos grupos humanos dificultan la adopción limpia de una cultura exógena, incluso en migrantes de segunda generación; la sangre arruina cualquier papel.
Esta imposibilidad crea un dilema en el migrante, un problema identitario que puede resolver segregándose (lo que en grandes números implica colonización y reemplazo, teniendo en cuenta la fertilidad de la mujer latina comparada con la de la mujer WASP) o rebelándose (los dalits usonanos que menciona Moldbug en su sistema de castas americano). Ambos actos son dañinos para la sociedad huésped. No es casualidad que gran parte del norte de la frontera estadounidense ya habla español.
Muchos tienden a ver el rechazo al migrante como una reacción visceral, y tal vez lo sea, pero los reflejos existen por algo y las sociedades son como telas de araña, una brisa en un lado afecta al resto del tejido. Las implicaciones de esta proposición pueden no gustar, pero ignorarlas no las hace menos tangibles.
Es posible que los beneficios económicos de la inmigración no hagan buen balance cuando se consideran las pérdidas culturales y espirituales. Puede que esto sea difícil de ver, la integridad cultural y espiritual no son mesurables como sí lo es el PIB per cápita, y es posible que esto sea un obstáculo a la hora de convencer a los latinoamericanos de que es preferible quedarse a construir en la nación propia en vez de emigrar a otra y ser, fuera de lo económico –y a veces dentro también-, una carga.
Tal proceso de construcción nacional requeriría una autoridad unipersonal, fuerte, libre y durable, similar a las dictaduras militares de siglo XX, pero con una dirección distinta; sin duda sería algo impopular. Probablemente un proceso de estos sea imposible de lograr en el mundo moderno y los latinoamericanos estemos destinados a permanecer en la periferia de unos Estados Unidos cada vez más similares a nosotros, con todo y –especialmente- los defectos.
Aparte, hablamos de construcción más que de reconstrucción porque una reconstrucción implicaría otra imposibilidad casi asegurada: el retorno a España. Supongo que no hace falta explicar por qué esto no pasará, dado el estado actual del mundo.
Estas son sólo algunas importancias sobre el trabajo de Fuentes. Está basado en la realidad y por eso podemos hablar de la realidad usándolo como recurso. El énfasis de Fuentes, sin embargo, es otro. Lo que él quiere transmitir no son grandes cuestiones sociopolíticas ni situaciones en macro. Fuentes quiere retratar la tragedia de forma bella e individual, y así mandar un mensaje más potente, como antes mencioné.
Queda claro Fuentes que es capaz de edificar textos bellamente cuando leemos el relato Río grande, río bravo, donde habla poéticamente de la geografía del lugar, como contraste con la narrativa del drama humano. Cosas como:
…siempre te defendieron de los intrusos las espinas del palo verde y las bayonetas de las yucas, siempre perfumaron tus amores los inciensos del piñón, siempre te escoltaron los séquitos de álamos blancos y te disfrazaron los abetos rojos, siempre te mecieron las olas color aceituna de tus pastos inmensos, no impidieron tu muerte las nerviosas lechuguillas enfermeras, no la conmemoraron los frutos negros del enebro, no lloraron los sauces tu réquiem, río grande, río bravo, no te olvidaron el creosote, el cacto y la artemisa, tan sedientos de tu paso, tan obsesionados por tu siguiente renacimiento que ya no se acuerdan de tu muerte… (Ibid. p. 82)
Nosotros los migrantes.
Los nicaragüenses somos un gentío errante. Los nahuas venían del norte, chontal significa “los que vienen de afuera” e incluso chorotegas, a pesar de ser menos nómadas que los antes mencionados, no fueron originarios del cuadrilátero nicaragüense. Los españoles menos incluso. Nuestro istmo está de paso y, por tanto, parece que nosotros, individualmente, no nos hemos acostumbrado al sedentarismo que como pueblo heredamos de España.
Pablo Antonio Cuadra escribe sobre esto en El nicaragüense (1993):
…el nicaragüense se lleva en la sangre la tentación de “rodar fortuna”. Nos han llamado los “chinos de Centroamérica”, los “judíos del istmo”.
A pesar de nuestra escasa población […] existe en Costa Rica una colonia de más de cinco mil nicaragüenses, en San Francisco de California cerca de cinco mil (poseemos uno de los índices más altos de inmigración en Hispanoamérica) y en los lugares más lejanos e inverosímiles hay siempre un viajero que no regresó—un nicaragüense tentado por la aventura y mordido por la nostalgia… (p. 61)
Y esto no es sólo algún tipo de abstracción, Nicaragua mantiene una diáspora de tamaño considerable por todo el continente americano e incluso en el viejo mundo. Muchos no son tan distintos del personaje principal en el relato que da título a la obra de Fuentes (tocayo de Lizandro Chávez Alfaro, ¿habrá sido a propósito?); van a trabajar, legalmente o sorteando los peligros de romper la ley ajena.
La obra de Fuentes nos permite apreciar, desde la experiencia mexicana, las vicisitudes de toda Latinoamérica en el exilio. No he leído su opinión al respecto, pero este libro suyo sirve como perfecta arma cultural si uno está del lado de los multiculturalistas. Una lectura más honda, sin embargo, nos permite darnos cuenta del contexto mayor.
Ver sin los lentes del sentimentalismo al asunto, aunque desolador, revela las necesidades de nuestras naciones de cimientos inciertos, de historias tumultuosas, llenas de traiciones y suicidios inintencionados, llevados a cabo por jóvenes idealistas.
Sobre todo, entristece saber que la solución probablemente no llegue a darse, puestas las barreras modernas a todo lo que no sea globalismo; seguramente estaremos siempre dependientes y nuestra dependencia será hacia un poder cada vez más decadente, a un hegemón indispuesto a hacer su trabajo.
La frontera de cristal es la instantánea de un mundo globalizado, que va diluyendo identidades en pos de la creación ilusoria de crecimiento infinito, con colapsos intercalados cual resacas de un alcohólico incapaz de abandonar las borracheras.
Lisandro Chávez es sólo un peón, Barroso un alfil. El río grande son las dos filas centrales del tablero, pero, en este ajedrez, acaso intencionalmente, no hay rey al cual decapitar para acabar con la guerra.