«Te condenaron a muerte tu silencio y mi silencio»
—Fr’ Asinello
Ha muerto Cristo y con su muerte nos remidió, pero los redimidos no se han inmutado ante su Redentor crucificado. Se han apartado de Él. A Jesús le han desfigurado el rostro, hoy ya no tiene el rostro de aquel Dios que ama a su pueblo pero que también lo va castigar, parece ser que el mejor rostro es el del misericordioso sin justicia, el que lo permite todo. No. Qué equivocado estamos. En la memoria de los viejos y no tan viejos está la dulce nostalgia que les provoca recordar cómo antiguamente se conmemoraba la Semana Santa. Aquella semana donde los curas motivaban a la piedad y el arrepentimiento, en los púlpitos se predicaba sin equívocos y ambigüedades que Jesucristo había derramado su sangre por muchos, más no por todos. Esa semana, todos se olvidaban de sí, de sus negocios y preocupaciones cotidianas para dedicarse enteramente al Señor. Las señoras se encargaban de ir donde el sacristán y preguntar por la calle donde iba pasar la procesión del Silencio, la de Ánimas, la del Santo Entierro y la Vuelta Dolorosa el Sábado Santo; y los hombres, organizándose para cargar al Señor, peleándose y pagando por llevar la peaña en hombros, y los demás, pagando sus promesas, con los ojos vendados o de rodillas suplicando un milagro. En aquellos años no se escuchaba el ruido de un carro, mucho menos el ruido de la música, pues todos se encontraban en sus casas, o en la Iglesia, acompañando a Jesús con la oración. La cocina no se encendía, la abuela o mamá cocinaba un día para toda la semana, como familia guardaban fielmente el ayuno, y los niños sólo preguntaban: ¿Por qué esta semana era diferente de las demás? No jugaban, no se iba a la playa, no se visitaba a los amiguitos, no había comidas apetitosas, pero ninguno se quejaba de ese momento. Algunos no se bañaban, sino hasta el Sábado Santo, para mostrar ese paso de la muerte a la vida. Nadie estaba triste por las penitencias de esa semana, les dolía más recordar la muerte de Nuestro Señor Jesús. Algunas familias, a la luz del candil, leían el libro El Mártir del Gólgota, y sólo se escuchaba el movimiento de los árboles en las casas vecinas de aquellas mujeres y niños piadosos, que con devoto silencio escuchaban todo lo que padeció Jesús. Todos se levantaban muy temprano para ir al templo. Al regresar a casa ya por la noche, cenaban algún plátano maduro asado con pinol blanco y luego a dormir. Cómo olvidar los suntuosos arreglos que organizaban en cada parroquia para el Señor, los grandes floreros, las enramadas o las sartas para el Nazareno, las calles eran perfumadas por el exorbitante humo que salía de los incensarios que cargaban los monaguillos y una niña vestida de ángel esparcía por el camino pétalos de rosas dejando el registro de cuál había sido el recorrido de la procesión.
Pero, ¿hoy? ¿Qué pasa hoy? Cristo ya no ocupa el centro de las vidas. Es el hombre, incluso: El hombre se ha quitado de sí para poner sus placeres y deseos mundanos como una meta a alcanzar. La sociedad ya no ve a las alturas del Cielo, sólo ve a su alrededor y por esto creen que Jesús es igual que ellos, arrebatándole así su categoría de Dios, tergiversando el concepto de lo sagrado o, en el peor de los casos, olvidándolo. A la sociedad ya no le importa Dios, para ellos Dios ha muerto. Esta semana es la que hoy nos presenta el mayor número de accidentes, de escenarios amorales y muertes. No podríamos decir de ellos que han muerto con Cristo y que guardemos la esperanza del domingo de la resurrección, no. Solo el que muere con Jesús resucitará con Él. Los púlpitos son utilizados para predicar de política, economía y de dictaduras ideológicas, y la Pasión de Jesús, sus sufrimientos, el de Su Madre, la Virgen María, parecen ser menos importantes, pues para ellos no suponen un tema de actualidad. Ya no están las piadosas mujeres organizando y limpiando las calles por donde va pasar la procesión y las que están deseosas de procesionar o al menos verlo pasar se les ha privado, so pretexto de cuidar la salud del cuerpo, consolándose con ver una foto o la televisión, mientras una lágrima sale de sus ojos, dicen en su mente «hijito, duerme, duerme, que, en esta noche, no habrá quien te despierte». Ya no hay hombres que quieran cargar al Señor, ya no hay filarmónicos, hoy no tienen dinero para nuestro Dios, ninguno se exige penitencia, y los niños crecen aprendiendo un Jesús caricaturizado, amigo y hermano de todos, sin importar la religión, ¡qué error! Hoy el Señor avanza solo su camino al calvario, tal vez le acompaña alguna mujer o un joven que, conmoviéndose, le ayuda a llevar la Cruz. Tal vez aún hay una niña que le ofrezca un vaso de agua y le limpie el rostro. Tal vez hay aún, un discípulo fiel y una madre que nunca tuvo hijos y tiene por hijo a Jesús, llorando su muerte al pie de la Cruz. Murió mi Jesús. No te quedes ahí, mi Dios, resucita y reparte tus dones y gracias a este remanente fiel que ha quedado acompañándote en tu camino de la Cruz para que pueda fecundar y hacer resurgir a la Iglesia.