El consenso general en el área de la comunicación es que la razón de ser de toda la disciplina es una suerte de compromiso con “la sociedad”, “el pueblo”, o cualquier abstracción sustituta; un deber de propagar los ideales de la “libertad”, los “derechos humanos” y la “democracia” a como sea posible, junto con proyectos afines, y esto a través de “informar” a la población.
Esta idea, asociada al liberalismo político, suele concebirse como una verdad evidente, como algo que escapa a ideologías, pero en virtud de ser verdaderamente imparciales, hemos de admitir que tal visión de la historia no es más que una racionalización post-facto del éxito de los regímenes liberales, poseedores de una ideología clara, expresa y visible.
Las distintas teorías de la comunicación beben del éxito del liberalismo en los siglos XIX y XX. Fueron regímenes e instituciones liberales, como CIESPAL o aquellas asociadas a Naciones Unidas, las que determinaron los enfoques que derivarían en las distintas actitudes hacia la comunicación, a excepción de las cuestiones más científicas, más propias de la lingüística que del estudio de la comunicación como tal (lo que pide la pregunta de si la comunicación a como la conocemos es un campo lo suficientemente bien definido como para ser aceptado en universidades serias, pero esto es otro asunto).
Por este motivo, podemos ver un acrecentado interés en descartar las relaciones jerárquicas de la praxis comunicacional, viéndolas como inferiores en el mejor de los casos e inmorales en el peor. Así también se busca fomentar el pluralismo, el diálogo, la interculturalidad, y en general se elogian los logros de ciertos sistemas políticos, pasados y presentes. Ejemplo de esto es One World, Many Voices (1980), un informe escrito por Sean MacBride para la UNESCO sobre el estado e impacto de la comunicación en el mundo moderno. MacBride escribe que:
…el principio de la libertad de expresión no admite excepciones y ello se aplica a la gente de todo el mundo en virtud de su dignidad humana. Esta libertad es uno de los logros más preciosos de la democracia, a menudo obtenida a través de luchas arduas con las autoridades políticas y las potencias económicas a costa de gran sacrificio.1
La idea central de esta—digamos—filosofía de la comunicación es la de que las autoridades, sea cual sea su forma, son entidades que se oponen al bienestar de las personas, comprendidas como individuos con “derechos” ajenos al orden social en el que se encuentren. El trabajo del comunicador es, entonces, dar armas a estos individuos para que puedan rebelarse en contra de sus amos, siendo el armamento compuesto de información veraz (según los propios comunicadores), usualmente alrededor del tema de «derechos humanos», «memoria histórica», «consciencia social», etc..
Para ver por qué esto es problemático, basta con señalar que no ha existido nunca un individuo fuera del contexto social, pues es el propio acceso a la sociedad lo que les permite concebirse como individuos. La teoría más satisfactoria del origen de la cultura humana, propuesta por Eric Gans2 hará unas décadas ya, nos indica que antes del un individuo hubo un centro social hacia el cual todos los miembros de una tribu hipotética dirigían su atención. El lenguaje humano se originaría de un gesto emitido hacia este centro, divinizado a través de la escena originaria, y sería así este centro, o más bien los intérpretes y ocupantes físicos de este centro, quienes definieran todas las características del orden a su alrededor, incluyendo las condiciones en las que se encontrarían los habitantes segmentados, o sea, los “individuos” (aunque esta etiqueta ya presupone una disposición psicológica específica de la modernidad). Desde acá se percibe a la autoridad como un asunto natural, una fuerza todo-contenedora, todo-generadora (al menos en lo que a órdenes humanos se refiere) y, por esto mismo, todo-expansiva. Este es el armazón de toda autoridad.3, 4
Que la comunicación decida presentarse como oposición a una fuerza tan grande puede resultar algo heroico para muchas personas, pero tiene poco sentido desde un punto de vista científico. ¿Por qué, como comunicadores, tomamos automáticamente el papel de opositor del poder, siendo que este, como elemento natural constitutivo del orden social, no debe comprenderse como algo “oponible”, sino como algo observable? En otras palabras, ¿por qué la comunicación es, aparentemente, uno de los únicos campos que tiene como objetivo no estudiar un fenómeno, sino transformarlo según un criterio determinado ideológicamente por los académicos que lo estudian?
La respuesta yace en lo expuesto con antelación: el hecho de que el Poder lo define todo, incluso el cómo nos acercamos a las disciplinas, qué constituye una disciplina válida, o qué disciplinas válidas según un criterio previo han dejado de serlo. Según Foucault:
…el poder produce saber (y no simplemente favoreciéndolo porque lo sirva o aplicándolo porque sea útil); que poder y saber se implican directamente el uno al otro; que no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder.5
Las teorías de la comunicación moderna no pueden estudiar al Poder porque son un producto, directo o indirecto, de un Poder en específico, y como tal no pueden salvarse de existir a su servicio y bajo su sombra. Resulta, así, que incluso los reclamos libertarios en contra de los abusos de ciertos poderes, como los Estados-nación, suelen ir encaminados a impulsar los intereses y la capacidad de interferir de algunos poderes por sobre otros, incluso si este no es el objetivo, como en el caso del Informe MacBride. Las teorías y organizaciones contemporáneas dedicadas a la comunicación, al antagonizar a las soberanías nacionales por “violaciones de derechos humanos”,6 dejan oculto el hecho de que el debilitamiento de dichas soberanías implica el avance de una casta burocrática internacionalista, la misma que, no tan coincidentemente, llena los puestos de UNESCO y otras organizaciones asociadas a Naciones Unidas, mecenas, al menos en la América hispana, de organizaciones como CIESPAL, y en Nicaragua, de IEEPP, entre otros.7
El que la comunicación no pueda divorciarse de manera efectiva del Poder trae dos consecuencias. En primer lugar, nubla el juicio, elimina toda clase de rigor y hace ver al campo como un campo propagandístico, una suerte de esquema piramidal sin mucho que aportar, y que existe con el único fin de validar a una estructura política específica, aquella propia de las democracias liberales. Luego viene el hecho de que cierra las puertas a que otras tradiciones aporten al estudio de la comunicación, pues la prevalencia del discurso hegemónico coloniza los espacios intelectuales del tercer mundo, y hace que los poderes que auspician a las escuelas locales vean con malos ojos a la disciplina entera; los gobiernos se tornan, así, en contra de cualquier prospecto de fundar una teoría de la comunicación. Comentarios de MacBride como “Los medios masivos deben… preparar al pueblo, si es necesario, para que presione a las autoridades…”,8 no ayudan, menos aún el hecho de que reciban apoyo institucional de Naciones Unidas vía UNESCO.
Es más, la actitud del informe, y por extensión puede decirse que de UNESCO, es la de una hostilidad total hacia los gobiernos nacionales, llegando a negar la legitimidad de su propia soberanía:
En muchos países, los medios masivos están directamente supervisados por el gobierno… [que] decide quién puede trabajar… mediante el otorgamiento de licencias a los periodistas. Aunque tales prácticas se basen en las leyes nacionales, resultan inaceptables cuando no corresponden a los instrumentos legales internacionales… (énfasis mío)9
Una nueva manera de ver la comunicación es necesaria, pero esta implicaría desechar los desarrollos ya existentes dentro de los estudios de la comunicación, llevándose el nombre de la disciplina inclusive.
Entre otras cosas, el rol de la autoridad ha de ser reconocido como legítimo y estudiado sin celo alguno. También ha de respetarse de manera genuina la diversidad de valores, tratando a cada sistema cultural y comunicacional con estándares neutrales; dejar de hacer activismo y empezar a hacer ciencia, así como dejar de pretender que nuestro activismo es bibliografía de alta calidad y valor.
Esta propuesta podría acercarse a la idea que tuvo el filósofo Oswald Spengler sobre la historia. Spengler vivió en un mundo acostumbrado a una historia lineal, un recuento de las vidas de tantas civilizaciones reducidas a la marcha de Occidente hacia el progreso técnico. Por eso él ideó un sistema “copernicano” de la historia, en la cual cada civilización ocupaba su propio espacio, con sus propias perspectivas y valores informando el reconocimiento de los eventos. Considero yo que es ese modelo el que debemos adaptar para el estudio de la comunicación, y más aún en la América Hispana.
MacBride es el portavoz de todo un movimiento nocivo para las ciencias de la comunicación que, por desgracia, ha sido también fundacional para toda la disciplina. Pero no creo que la comunicación humana sea una disciplina irredimiblemente liberal. Los avances en antropología generativa bien califican, en mi opinión, como desarrollos en nuestra comprensión de la comunicación humana, y son una base sólida para un estudio post-liberal del maravilloso fenómeno que es nuestra natural capacidad comunicativa.
Referencias.
1. MacBride, S. (1980). Un solo mundo, voces múltiples. UNESCO. p. 42
2. Gans, E. (2019). The Origin of Language: A New Edition. Nueva York, EE. UU.: Spuyten Duyvil Publishing.
3. Para una exploración de las implicaciones, y en general, una exploración, del trabajo de Gans, véase Bouvard, D. (2020). Anthropomorphics: An Originary Grammar of the Centre. Perth, Australia: Imperium Press.
4. Para un relato histórico y una formulación teórica del Poder, véase: Bond, C. A. (2019) Nemesis: The Jouvenelian vs. The Liberal Model of Human Orders. Perth, Australia: Imperium Press.
5. Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión. Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI editores, 2002. pp. 29-30
6. MacBride, Un solo mundo, pp. 116-117, 121-122
7. Sandino, R. (2020). El negocio del progresismo en Nicaragua. Albarda. Septiembre, 14. Recuperado de: https://albardanica.wordpress.com/2020/09/14/el-negocio-del-pronooresismo-en-nicaragua/
8. MacBride, Un solo mundo, p. 67
9. Ibid. p. 116