Los derechos trans son derechos humanos.

El problema fundamental de la transexualidad es que es otra demostración de cómo pierden las naciones el poder de definir su propio ethos. Pierden así mismo la capacidad de defender sus tradiciones y las perspectivas derivadas de dichas tradiciones. Es cierto lo que dicen: los derechos trans son derechos humanos. Por eso mismo tenemos que abolirlos. Sirven como justificación imperial. Una justificación deshonesta que se cimenta sobre una promesa falsa hecha a personas con problemas.

Pero el problema que tenemos con la transexualidad no es la gente trans en sí, por más que eso intenten aducir los transactivistas. No importa cuán disfórica pueda ser una persona o cuán desviada su conducta, al final se trata de una cuestión de poder. Es sólo hoy que existe la transexualidad porque sólo hoy existe un poder que sostenga esa categoría y sin ese poder, esta y todo lo que se le asocia caerán en la irrelevancia eventualmente. Este poder lo identificamos como la hegemonía neoliberal del primer mundo, aliada con las élites laicas en las naciones de la periferia; con los enemigos del Estado-nación en general.

Cuando, en el pasado, una persona mostraba proclividades transexuales—o de cualquier otra índole desviada según su sociedad—, esta podía integrarse a su comunidad de manera saludable e inofensiva siempre que pusiese a su gente antes que sus apetitos. Hoy, esta misma persona debe convertirse inevitablemente en un soldado narrativo de un imperio exterior, su cuerpo vuelto un ‘espacio de lucha’ en contra de las instituciones que median entre él, sus congéneres y el mundo exterior. Por esto, independientemente de cualquier otra consideración moral, médica, estética o de otra índole, primero debe establecerse el territorio de la nación; hablo del físico tanto como del ideológico y tradicional. ¿Por qué no podemos definir nosotros cómo se hacen las cosas? Decidir si existen los derechos humanos, si es posible cambiar de sexo, si el amor es amor. Estas decisiones, además, no las hacemos solos. Nuestros muertos hablan aunque no podamos oírlos. En todos nuestros juicios hay siglos de condicionamiento, de prejuicios que tenemos que celebrar porque resisten la prueba del tiempo. La tradición se concreta aunque no la conozcamos y, en muchos casos, sólo hay que abrirle paso para que tome su curso al nivel de la nación. En otros, por supuesto, hay que hacerla valer a través del Estado, nuestra mejor arma ante el avance enemigo, nuevamente refiriéndome al físico tanto como al ideológico.

¿Y qué sobre nuestro caso? Pues, para empezar, la transexualidad es inherentemente anti-nicaragüense. No existía en Nicaragua hasta que trajeron de Estados Unidos la teoría que, con los orígenes eclécticos que tiene, en última instancia se gestó, perfeccionó y propagó desde las universidades nortamericanas (véase The Transgender-Industrial Complex por Scott Howard). Junto con las demás identidades «LGBTQ», la transexualidad es un producto neocolonial que pretende erradicar las perspectivas endémicas del género y la sexualidad en las naciones del tercer mundo a través de la promoción de nuevas identidades para personas que antaño habrían sido reconfiguradas o directamente suprimidas. Como en Grecia los tiranos apelaban a los tetes para atacar a los eupátridas, hoy la comunidad internacional congregada alrededor de Estados Unidos apela a los desviados y enfermos, a los rechazados, para acabar con los mandatos del Estado-nación, tan legítimos como cualquiera. Si quieren discutir eso, que lo hagan en el campo de batalla, pero no tienen la hombría necesaria; no se ganan el derecho de conquista para sus adquisiciones, sino que lentamente corroen a sus enemigos como parásitos. Tampoco tratan de ayudar a estas personas realmente. ¿Por qué curar la enfermedad si explotarla crea un casus belli?

Como dije antes, no se trata de un asunto moral o de salud mental tanto como un asunto de poder, porque la moralidad y las definiciones sanitario-mentales la gestiona el poder en última instancia, pero sí hay un aspecto patológico inherente a la transexualidad que puede verse en lo propensa que es esta clase de personas a presentar toda clase de trastornos incluso en las sociedades donde más tolerada es. Además, esa clase de proclividades son como cualquier otra enfermedad mental en el sentido de que interfieren con el cumplimiento de los roles socialmente asignados. Cambiar los roles es poco eficiente y lleva a más problemas. Lo natural es cambiar al individuo y esto lo sabe el orden liberal también, por eso la insistencia en asociar los «discursos de odio» y las «teorías de conspiración» con enfermedades mentales y arquetipos del psicoanálisis. La idea de una «personalidad autoritaria» maligna, en contraposición a una personalidad liberal que es benigna, es fundacional para el orden liberal, por ejemplo, no porque sea una mentira construida—que lo es—, sino porque esa clase de otredad es vital para asegurar el buen funcionamiento de su sistema. Así pues, un orden iliberal, o sea, un orden históricamente normal, va a definir como enfermizo todo aquello que impida su funcionamiento apropiado, o sea, lo que impida su proceso de civilización y estabilización, y esto lo justificará con tantas realidades materiales pueda describir, mitología o ambas, sin que una haga menos válida a la otra. El problema del orden liberal es que se dedica a invertir este proceso, volviendo lo antisocial, lo consumista, lo vicioso, en la norma, en aquello que es «positivo» y «liberador». Esta clase de inversión es lo que debe combatirse pues crea sociedades disfuncionales y va más allá de simples diferencias culturales. Las perspectivas sobre el género y la sexualidad que pudiera tener alguna sociedad perdida en las estepas de Asia o en las selvas de Sudamérica, por muy bárbaras que nos parezcan, son universos en sí mismos que no se relacionan al avance cancerígeno del orden liberal más allá de simples gestos retóricos o reinvindicaciones sin peso. Que un hindú se declare del tercer sexo no me afecta en lo absoluto. Que un nicaragüense ya de por sí atribulado por cuestiones más allá de su control decida, por ver a ese hindú en una pieza de propaganda de alguna universidad de inspiración estadounidense, contrariar al orden social a través de una categoría sin base en nuestra tradición, permitiendo así el avance cultural del enemigo, eso sí me afecta, nos afecta a todos y mucho.

Yo no abogo porque se ejerza violencia en contra de transexuales o demás personas queer o como les llamen. La violencia desorganizada es inefectiva y de nada se sale con asesinar a un peón. Podrán haber jurado lealtad a los enemigos de Nicaragua, pero ellos no son el enemigo, sólo una parte comprometida de la población que se debe combatir en el plano ideológico y frenar en lo legal. No son soldados convencionales ni son sus cuerpos convencionalmente peligrosos. Como ellos mismos dicen, se trata de luchas narrativas, de la conformación de espacios. Si se debe ejercer violencia alguna es a través del Estado y en contra de las raíces de la ideología que les permite siquiera concebir la rebelión antes que la conformidad o la sumisión. Los individuos comprometidos debemos formular una base intelectual sólida para que el Estado la utilice como arma. Eso asumiendo que esté consciente del problema para empezar. Debemos negar los derechos humanos, debemos aseverar la supremacía del Estado nacional sobre los asuntos nacionales, debemos rechazar el dualismo cartesiano y el gnosticismo; ante todo, debemos repeler la intromisión extranjera. Después de todo, ¿quién nos dice que no puede haber una solución endógena a la cuestión transexual? En Irán, me parece, lo han manejado muy bien.

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