Texto de Adam Katz, publicado en GABlog el 28 de mayo del 2019.
Voy a retomar aquella definición de «mercado» que di en mi publicación sobre el evento de la tecnología. Se trata de «aquello que hacen personas sin autoridad directa para mantener el centro social, pero con conocimiento, información y habilidades, cuando son protegidos y ligados, pero no directamente supervisados, por dichas autoridades». Se entiende, en los más abstractos términos praxeológicos, que el mercado se origina de las interacciones generadas por las decisiones libres de individuos. Ontológicamente, esto es absurdo, comenzando con que nadie escoge el lenguaje en el que se efectúan las decisiones. Pero tiene sentido si pensamos en el mercado como las interacciones que ocurren bajo el radar de una especie de supervisión, y más aún si consideramos que dicho «radar» nunca es absolutamente exhaustivo (ni siquiera podemos imaginarnos qué significaría una supervisión «absolutamente exhaustiva», dado que cada forma de supervisión generaría márgenes para la toma de decisiones no determinados por la propia supervisión). Así, pues, si yo superviso a un grupo de niños, y les impongo un estricto cronograma de actividades, y distribuyo roles de modo jerárquico entre ellos, y me concentro sobre todo en asegurarme de que hagan lo que esté en el cronograma, y que me reporten los individuos a cargo en ciertos momentos, dejo abierta la puerta para que estos niños intercambien responsabilidades y recursos entre ellos. La tarea de uno de los niños es barrer el salón de clases, la de otro es lavar los platos; un niño al que se le asignó la tarea de barrer le pide a otro niño, durante su tiempo de juegos, que barra por él y, a cambio, el primer niño después lavará los platos por el otro. Ahí vemos los inicios de un «mercado», y no hay necesariamente razón alguna por la cual me deba molestar, en tanto no interfiera con, e incluso puede que llegue a mejorar, el funcionamiento de la institución. Puedo aumentar y reducir el umbral de supervisión dependiendo de cuán beneficioso aparente ser el «sistema de mercado», y puedo asegurarme de que el umbral no sea lo suficientemente alto como para que mi propia posición se vea implicada en el mercado.
La introducción del dinero al sistema provee los medios para establecer interacciones a largo plazo a aquellos involucrados en los intercambios del mercado, a la vez que asegura que el control de la autoridad central se expanda sobre este proceso extendido. El dinero se introduce como deuda, ultimadamente propiedad de la autoridad central, sin importar si las finanzas son controladas por agencias privadas. Mientras más dinero haya en el sistema, más probable es que la autoridad central esté orientada al mercado también. Esto es otra manera de decir que el dinero es poder, y esta forma de poder compite con la forma de poder ejercida por la autoridad central. El poder del dinero es el poder de la abstracción, es decir, el poder de separar grupos e individuos de los entornos más amplios en los que están integrados. Si podés separar a los grupos e individuos de su entorno, podés movilizarlos hacia tus propios proyectos. El poder del dinero se convierte en el poder del capital, que es el poder de abstraer no sólo grupos e individuos, sino también disciplinas—saberes, medios, tecnologías—de los resultados de las abstracciones que estas disciplinas habían contribuido a realizar.
El problema de contener al sistema de mercado dentro de los términos de la supervisión central es uno que la política moderna no ha resuelto. De hecho, los principios más apreciados del orden social liberal hacen sacrosanta la primacía del poder del mercado sobre la autoridad central; cualquier inversión de esta primacía se considera «tiranía» o «totalitarismo». Y aún así, el mercado es inconcebible sin una autoridad central, esta a su vez reconcebida como un mercado político, en el cual la ciudadanía se define como una cierta cantidad de puntos que autorizan a tomar del centro.
El tradicionalista se opone a la abstracción en nombre de la integración plena, pero la posibilidad de rechazar la abstracción desapareció con el auge de la realeza divinizada hace unos pocos milenios. Por ahora, las formas de integración defendidas contra la abstracción son el resultado de abstracciones anteriores que se han vuelto a integrar. La pregunta es: ¿en qué forma procederá la abstracción? Si el mercado opera dentro de los capilares del sistema de supervisión, entonces las abstracciones deberían contribuir a este sistema. La paradoja del poder es que cuanto más central es la autoridad, más depende de la distribución más amplia de los medios para reconocer la autoridad; por decirlo en términos gramaticales: la paradoja del poder es la paradoja del imperativo más inequívoco que deja el mayor alcance de implementación de ese imperativo. Pensar en el alcance del mercado es pensar en cómo hacer esta paradoja más explícita. A como señalé en The Event of Technology, (y a como Andrew Bartlett explicó muy meticulosamente en Originary Scene: Frankenstein and the Problem of Modern Science), la abstracción siempre involucra alguna desacralización o, más provocativamente, algún sacrilegio. El sacrilegio puede justificarse en términos de innovación, afirmando que la introducción de esta permitirá nuevas formas de observación de los imperativos fundacionales del orden social. Así, pues, el sacrilegio debe ser, a como argumenta Bartlett, «mínimo», mientras que las nuevas formas de observación (acá difiero con la formulación de Bartlett) han de ser máximas. La abstracción crea nuevo «elementos» y, por tanto, nuevas relaciones entre los elementos. Las abstracciones monetarias y capitalistas son pulverizadoras, creadoras de nuevos elementos que son idénticos entre sí, más fácilmente movibles para cualquier propósito. Este es el proceso de «des-habilitar», con su telos último siendo la automatización que los teóricos del labor han conocido desde hace un buen tiempo. Un modo absolutista de abstracción, por su parte, haría distinciones cada vez más precisas entre habilidades, competencias y formas de autoridad dentro de los espacios disciplinarios. De esta forma, la abstracción conlleva su propia forma de reintegración.
Así, la economía de mercado se convierte en una medida de las fluctuaciones ocurridas alrededor del umbral en el cual la paradoja del poder se hace explícita. No todo conflicto social puede reducirse a esta fluctuación, pero todo conflicto social es «procesado» a través de esta. Esto es más obvio si revisamos todo lo agrupado bajo el concepto de globalización, sobre todo los movimientos de capital (en el extremo «alto») y la migración (en el extremo «bajo»). La globalización representa una elevación del umbral en el que se hace explícita la paradoja del poder: las corporaciones globales se han liberado de sus obligaciones con cualquier autoridad central y construyen sus propias cadenas de mando, que incluyen a los gobiernos como socios subordinados; los defensores de la migración masiva ejercen un poder a través de las fronteras que los Estados nacionales tienen dificultades para contrarrestar. En ambos casos, los Estados están organizados de manera que respondan a los mismos incentivos «de mercado» que las corporaciones y los migrantes mismos. Podríamos imaginar un punto en el que la paradoja del poder tendría que alcanzar el umbral, de modo que las autoridades centrales no estarían emitiendo comandos «operacionales» en absoluto; los comandos serían solo un incentivo (o desincentivo) más que los agentes más abajo en la cadena de mando debería tener en cuenta al evaluar la probabilidad de cualquier sanción por desobediencia.
Dentro de un orden de mercado, pues, cada acción, evento o relación es caracterizada por una dualidad fundamental. Por un lado, por muy sutilmente que sea, la paradoja del poder está en acción; todos los actores reconocen que su esfera de actividad es protegida por alguna agencia poderosa que la restringe y dirige de manera acorde. Por otro lado, hasta cierto punto, los imperativos se convierten en señales del mercado, dígase, un sitio de intercambio donde el poder de una persona para castigar o recompensarte debe equilibrarse con el poder de muchas otras personas para hacerlo. En ambos casos notamos una interacción entre el centro y la periferia. En el primer caso, uno actúa de modo que la autoridad del centro redunda, creando el espacio para un mayor reemplazo de supervisión externa por auto-supervisión. En el segundo caso, se intenta someter a la autoridad central a incentivos y desincentivos similares a los que todos estamos sujetos; esto va desde el simple soborno y otras formas de corrupción, hasta los vastos tráficos de influencias legalizados e incluso alentados dentro de un orden social liberal, como el cabildeo (‘lobbying‘), la formación de grupos de interés, las donaciones políticas, los think tanks, la propaganda mediática, etc. Podríamos ubicar cualquier cosa que alguien haga, piense o diga, en algún lugar de este continuo, y estudiar las disfunciones sociales en consecuencia.
Probablemente el argumento más obvio e intuitivo a favor del «libre mercado» sea la afirmación hayekiana de que el conocimiento requerido para llevar a cabo la producción y cooperación de los diferentes estratos sociales está demasiado distribuido y es demasiado complejo como para estar centralizado y subordinado a un solo agente. Esto, por supuesto, es verdad, pero también es un non-sequitur y una distracción. Un General debe dar cierta libertad a sus subordinados, y estos a los suyos, y así sucesivamente, y por las mismas razones; el General no puede saber exactamente lo que un pelotón en específico podría tener que hacer en circunstancias inesperadas, y ni siquiera puede saber todo lo que uno necesitaría para prepararlos para esas circunstancias. Por ello habrá «mercados» a lo largo de la cadena de mando, ya que las personas instruidas para conjuntamente abordar alguna exigencia organizarán «intercambios» de conocimientos, habilidades y acciones entre ellos para hacerlo. El General no necesita saber una milésima de todos los detalles de estas interacciones para seguir siendo el General, o sea, para emitir órdenes que puedan ser obedecidas y para colocarse él mismo en una posición que asegure se ejecutarán. Lo mismo ocurre con las instituciones encargadas de proporcionar comunicaciones, atención médica, educación, transporte, vivienda, etc. En cada caso, los capilares a lo largo de los márgenes de estas instituciones se pueden ajustar de acuerdo con el nivel de responsabilidad que se permita según el cumplimiento del propósito de la institución. El argumento a favor de los mercados en realidad no afirma más que la imposibilidad de hacer un buen trabajo si uno es vigilado y microgestionado en cada punto del camino. Es igualmente cierto que no se puede hacer un buen trabajo si los términos de cada parte del proceso tiene que «negociarse» con una gama de agentes en constante cambio.
El liberalismo ha generado la ilusión de que lo que reside por debajo del umbral de la supervisión es lo que, en efecto, determina la forma de la supervisión; peor aún, de que la supervisión es sierva de los actores a los que apenas y se les ha dado algo de libertad. Esta situación produce delirios destructivos, porque los agentes presuntamente libres, no obstante, son conscientes de la relación de total dependencia que tienen con sus «siervos». ¿Hay algún empresario que piense que podría protegerse contra la violencia, el fraude, el robo y la extorsión por parte de quienes están más dispuestos que él a usar la violencia y a violar las leyes sin la fuerza o la aprobación del Estado? Ningún empresario cree en esto, pero de alguna manera todos lo creen, porque su teoría política los lleva a asumir que, primero, había un grupo de individuos involucrados en un intercambio pacífico y, luego, cuando los criminales e invasores, presuntamente atraídos por la riqueza ahí creada, trataron de tomarla usando la fuerza, fue el Estado «contratado» como una especie de Gólem para mantener el orden. Esto evita que podamos pensar coherentemente sobre las cosas más simples como, por ejemplo, la ideación e implementación de una política que todos reconocieran como beneficiosa. Alguien debería hacer un anuncio de servicio público advirtiendo sobre los efectos adversos del liberalismo en la capacidad cognitiva.