Discurso de José Coronel Urtecho, pronunciado el 15 de septiembre de 1928 en Granada, Nicaragua.
Este discurso, con que cierra su liturgia imperial mi Breviario, deberá apreciarse en su fecha y circunstancias. Porque pronunciado valientemente, desde una tribuna oficial en la plazuela de los leones de Granada, el 15 de septiembre de 1928, con motivo de la solemne jura de la bandera de las escuelas, fue en Nicaragua, y quizá en América, la primera proclamación pública de fe en el Imperio y en su Reconquista.
—Pablo Antonio Cuadra
Si estamos congregados para rendir un homenaje a la bandera de nuestra Patria, rindámosle el homenaje de la verdad.
Procuremos que se precise en nuestras mentes la realidad que encarna esa tela sagrada. Porque, nacida como signo oficial de la república, ¿no es cierto que representa, para algunos, sólo un periodo particular de nuestra historia, sólo un ideal político separatista, sólo la vida de Nicaragua como nación independiente? Y, vista así, nuestra bandera es un símbolo estrecho que no cobija bajo sus pliegues la historia cuatro veces secular de nuestra Patria.
Recuerdo con tristeza el tiempo en que yo mismo figuraba en esas filas escolares, y escuché, pronunciadas desde la dignidad de esta tribuna, palabras exaltadas que señalaban esa bandera como signo de guerra contra el recuerdo de nuestros antepasados, los conquistadores y fundadores de nuestra Patria. Agitada como símbolo de separación, la bandera nos dividía de nuestros padres y se clavaba en medio del camino de nuestra historia para romper la tradición de nuestro pueblo. Y en nombre de esa bandera, enarbolada como signo de ideologías sentimentales, se insultaba el pasado heroico y laborioso de Nicaragua, se calumniaba con calumnias de origen extranjero a los que nos dieron la vida y el espíritu, la civilización y la cultura.
Pero yo os ruego que el tejido simbólico de esa bandera no represente para nosotros a la Patria, en circunstancias determinadas, ni bajo el teórico dominio de principios filosóficos, sociales o políticos, sino la realidad vital de nuestra historia, la vida secular que se transmite por las generaciones de nuestro pueblo en esta tierra que conquistaron y nos legaron nuestros padres para que nosotros se la leguemos a nuestros hijos, como heredad inalienable. Porque sólo considerando nuestra bandera como íntegro tejido de nuestra historia, adquirirían las fiestas patrias—analizadas bajo la sombra de sus pliegues—su verdadero significado y trascendencia.
Hasta ahora, el 15 de septiembre ha sido celebrado, casi de modo unánime, como una fiesta de libertos. ¡Cuántas veces tronaron los tribunos románticos al recordarnos que, en aquel día memorable, quedaron rotas las cadenas y fue arrojado el yugo de la esclavitud! Cualquiera se imaginaba, al escucharlos, que nuestra patria estuvo sometida al dominio extranjero, que fue algún día pobre colonia de España, exactamente como cualquiera de las colonias inglesas o francesas modernas. De creerles, estuvo nuestro pueblo sometido a la oprobiosa tiranía de otro pueblo, de otra nación distinta que nos esclavizaba por la fuerza. Vivíamos sumidos, según nos referían, en la degeneración civil, en la abyección perfecta, en el fanatismo religioso, en la ignorancia, en la más completa falta de personalidad nacional. De manera que el 15 de septiembre, fecha de la proclamación de la independencia centroamericana, era la aurora de la libertad, el día de nuestro natalicio como nación y como pueblo libre.
Falsificación estupenda, error gravísimo, que arrojaba confusión en las inteligencias de los estudiantes y les impedía mirar con claridad la perspectiva histórica de nuestra vida—tan simple y tan coherente—en donde están escritas las fecundas lecciones del pasado, las graves obligaciones del presente y las exigencias del destino futuro. Pues si no comprendemos el verdadero significado de nuestra independencia, estamos condenados a juzgar nuestra vida como nacional, nuestra realidad de pueblo, como una locura sin sentido histórico, como un experimento sin objeto, como una inmensa y sanguinaria inutilidad.
Hagámonos la pregunta sincera: ¿qué fue la Independencia de América Central, es decir, la consiguiente Independencia de Nicaragua?
Si respondemos francamente: fue el triste fin de un gran Imperio.
Si hemos de amar la realidad y comprenderla, estamos obligados a confesarnos que nuestra Independencia no fue un alba gloriosa, no fue un principio heroico, no fue una gran conquista libertaria lograda por un pueblo oprimido que se erguía, sino una dura necesidad impuesta por los grandes errores y peligrosos espejismos de la historia.
Los independizadores, modestos hombres de su tiempo, de una exaltada buena fe, se entregaron, ilusos y confiados, a los ideales libertarios, y queriendo poner en práctica las utopías que llamaban «ideas modernas», proclamaron la Independencia en una tierra que ya estaba realmente desmembrada del Imperio español. Por eso, las verdaderas causas de nuestra Independencia no hay que buscarlas en nuestro pueblo, sino en el seno mismo del órgano central del vasto Imperio a que pertenecimos. Los principios revolucionarios corroyeron a la Monarquía directora en donde estaban resumidas y personificadas la soberanía y la independencia de un gran haz de naciones, y al relajarse la tradición autoritaria que había formado el Imperio más vasto y el más uniforme que ha conocido el mundo, se operó la violenta desmembración a que aludimos con el pomposo nombre de Independencia Americana.
Esa desmembración, esa disolución, que provocaron principios corrosivos, no se detiene. Continuó destruyendo rápidamente el cuerpo del viejo Reino de Guatemala, convirtiendo a sus cinco provincias principales en cinco débiles repúblicas independientes y separadas, y propagando la disolución al seno mismo de las repúblicas, a la cohesión misma del pueblo, nos divide en partidos contrarios, subdivididos, a su vez, en camarillas enemigas; nos divide en ciudades rivales y municipios encontrados, en guerra de clases, en choque de familias; y, finalmente, alcanza al propio núcleo de la célula familiar, desorganizándonos en individuos separados y en competencia religiosa, política, social y profesional.
Tales son los efectos del virus disolvente, del ideario político que llaman democracia o soberanía del pueblo. Y nosotros continuaremos viendo hundirse a nuestra patria, a nuestra amada y solitaria gobernación de Nicaragua, en la disolución y en el desastre, mientras no reaccionemos, por nuestra cuenta, contra esa ideología destructora.
En consecuencia, ¿qué significa, para el criterio contrarrevolucionario, el 15 de septiembre?
El 15 de septiembre es algo más que una fiesta vulgar y democrática. Es algo muy contrario al grito de libertad que lanzan los descendientes de los esclavos.
Es la fecha nostálgica y solemne que los señores de su tierra y que los dueños de sus hogares debieran dedicar a la meditación de su destino colectivo y de sus deberes nacionales.
Día en que nos quedamos solos con nuestra patria abandonada y separada de sus hermanas, desprendida de la enorme potencia protectora del conjunto que formaba el Imperio; día en que Nicaragua, con sus mares abiertos a la rapiña de las naciones comerciantes, con su mar interior propicio a las expediciones interoceánicas, quedó confiada únicamente al valor generoso de sus hijos. Por eso, el 15 de septiembre no es propiamente el día de la patria—porque la patria era tres siglos más antigua—; pero es el día del patriotismo nicaragüense, porque desde ese día es sólo nuestra, únicamente nuestra, la obligación de defender a Nicaragua con sus propios recursos.
Y así, cuando de aquel inmenso cielo imperial en donde el sol no se ponía, nos quedó únicamente un pequeño girón azul y blanco, con él formaron nuestros padres esa bandera para que sirva de símbolo sagrado de nuestra tierra y de razón de ser de nuestras vidas.
En nombre de esa bandera, el pueblo nicaragüense supo, una vez, mostrarse digno resto del Imperio católico de las Españas. Y un día, como hoy, cuando la estricta lógica de nuestra vida democrática había entregado las llaves de la política interior a un extranjero de verdad, movido por el sueño de un Imperio esclavista de veras, esa misma bandera–jirón del único imperio de hombres libres que ha visto el mundo–conoció una victoria hermosísima cuyo recuerdo guarda el corazón nicaragüense como un símbolo eterno: ¡14 de septiembre de 1856, verdadero día de la bandera y de la Independencia de Nicaragua!
La historia tiene signos cargados de sentido, sus extrañas señales en los números misteriosos del tiempo. ¿Por qué, efectivamente, dispuso la Providencia que la batalla victoriosa de San Jacinto se librase en un día 14 de septiembre, víspera de la fecha en que recordamos la Independencia? Pareciera indicarnos que la sangre de esa victoria fue el justo precio que pagamos para hacernos dignos del noble título de defensores de nuestra patria independiente.
Pareciera indicarnos, asimismo, quiénes eran y de dónde vendrían los verdaderos extranjeros que amenazaban y seguirían amenazando la independencia de Nicaragua solitaria. Pareciera indicarnos que, separados nosotros del Imperio de nuestra raza, quedaríamos librados al imperialismo de razas extrañas. Tales son las lecciones precisas de nuestras fiestas patrias. Sus consecuencias, que os corresponde desprender a vosotros de mis francas palabras, entrañan obligaciones profundas y difíciles, que reclama a todo nicaragüense esta bandera de su patria.
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