Texto a nombre de Imperium Press, publicado en The American Sun el 16 de julio del 2020.
«No una gaya ciencia», he de decir, como hemos oído de algunos; no, una triste, desolada y, en verdad, una muy miserable y angustiosa; la que podríamos llamar, a modo de eminencia, la ciencia lúgubre.
El famoso epíteto de Carlyle para la economía se ha convertido en su título no oficial, pero las ciencias políticas fácilmente podrían reclamarlo. ¿Existe acaso alguna otra «ciencia» tan disputada, con tan poca consciencia de su propio papel, con un récord predictivo tan triste? Si una vida debe vivirse al derecho pero entenderse en reversa, ¿cuánto más así para el balbuceo efímero de la política? Nos vemos tentados a abandonar el asunto de las ciencias políticas completamente, al darnos cuenta de que ha alcanzado su apoteosis con el nacimiento de los «derechos humanos»; y a concordar con el juicio de Bernard Crick, viéndolo como «una caricatura de la democracia liberal usonana».
Aun así, hay motivos para la esperanza. Podemos reconfortarnos en las pequeñas victorias. La política no es ininteligible; no tenemos que quedarnos de brazos cruzados diciendo «es complicado» ante un océano de hechos inconexos. Todavía nos quedan un par de armas.
Una de estas es la etimología. Mientras más profundicemos en las raíces de las palabras, más claras resultarán las cosas. Donde sea que se encuentre un cambio radical en un término, hay que marcarlo, porque esto es un signo de que está siendo penetrado por un conflicto estructural. El término latino para «deber» es «debere«, cognado con el inglés «debt», que es deuda, y significa lo que uno esperaría en español. ¿Por qué debería uno hacer cualquier cosa? Porque cada quien está obligado por una deuda; así es como se empieza a elucidar el carácter radicalmente social, basado y corporativo de la moralidad. Del lado germánico se vuelve incluso más claro. «Guilt», que es «culpa», viene del anglosajón «gieldan» (cognado con «gild» y «yield»), que significa «pagar por». El endeudamiento como metáfora para la normatividad luce cada vez menos como una metáfora, esto considerado.
También la historia nos ayuda a entender la política, por supuesto, razón por la cual está siendo derribada mientras hablamos. Nietzsche dijo que el futuro pertenece a aquellos con la memoria más larga, y esto Moldbug lo supo muy bien. De hecho, tal parece que Moldbug es algo así como un Confucio del siglo XXI. Al igual que Moldbug, el viejo de Lu nació inmiscuido en el servicio público y pasó el tiempo ejerciendo su labor con los regentes del momento, con resultados agridulces. Él mismo decía: «Yo transmito, pero no innovo. Amo a la antigüedad porque tengo fe en ella». Ciertamente Moldbug innovó—nadie en la derecha estaba hablando sobre el continuo que existe entre los sectores público y privado en 2010—, pero su mayor contribución ha sido excavar los huesos de pensadores antaño enterrados, textos ausentes en el discurso serio; raros como Carlyle, Filmer, de Jouvenel, List, Froude, y otros que han experimentado un renacimiento parcialmente de su autoría.
Esto es mejor ejemplificado por el artículo de Moldbug titulado Slow History Extravaganza, el cual simplemente nos urge a leer viejos libros, enteros y sin referencia. Si la tradición significa darle el voto a la más marginada entre todas las clases—los muertos—, entonces ver nuestra propia tradición es la cosa más democrática que podemos hacer. Pero que esto no te disuada. Lo que hace a la lectura de viejos libros tan problemática es que te arriesgás a concluir que la gente de antaño sabía un par de cosas. Peor aún, quizá sabían más que nosotros. Esto es satánico para el progresista; si la vieja erudición vence a la nueva, ¿qué base tiene para su milenarismo? No sorprende verle afuera, en la calle, botando estatuas. Si ellos pudieran, también quemaría tus libros.
Algo que la gente de antaño sabía era que nada cambia realmente (Nihil novum). No somos el nuevo hombre socialista, o el nuevo hombre fascista, o cualquier clase de nuevo hombre, en verdad. Apenas y hemos cambiado psicológicamente desde el paleolítico, lo que significa que aún necesitamos cosas de nuestro orden social: un centro sacro de atención, una estructura familiar robusta, claros límites entre extraño y familiar, y una manera de transmitir estas ideas en el tiempo. La política sí deriva de la cultura, pero hay mucho definido a la inversa también, sin lo cual inevitablemente caeremos en locuras como la revolución francesa, que sucedió porque «la gente» en algún momento decidió deshacerse del yugo de la «tiranía», porque el «arco de la historia» se inclina hacia el «progreso». También podría decirse «porque la teleología lo dijo» y darlo por hecho, excepto que entonces podría haber algo de verdad.
Lo que influencia a la cultura es una larga secuencia de precedentes y desarrollos que se encuentran en esos libros viejos que se supone no debés leer (a menos que sea con la introducción de cuarenta páginas explicando por qué fueron un producto de su tiempo). Esta secuencia, como habrán adivinado, se llama historia. La historia posee paralelos inquietantes con el presente, y mientras más profundamente leás, menos te va a inquietar. No se trata de algo misterioso. Viene más bien del hecho de que no somos tan distintos de los griegos clásicos. Y no sólo eso, también hemos heredado muchas categorías de estos viejos que sabían cosas, y estas categorías persisten en formas invisibles para nosotros, olvidadas—a veces a propósito—pero no por ello menos reales.
Los griegos nos legaron muchas de nuestras categorías, entre ellas la más importante: la tiranía. El liberalismo es alérgico a la tiranía del mismo modo en que Roma fue alérgica a los monarcas y el comunismo lo es al capitalismo; de las muchas maneras de caracterizar al liberalismo, no hay mucho error en pensar que no es más que una receta para evitar la tiranía. La etimología del término es obscura, llegando hasta tiempos míticos con la figura de Giges de Lidia, un usurpador que mantuvo el trono con artificios y tretas. No entraría en uso sostenido hasta el tiempo de los tiranos populares, en la historia tardía de las ciudades-Estado griegas, y no mucho antes de su vasalización ante un poder extranjero. Llegan tarde los tiranos ciertamente, luego de un conflicto estructural que desgarró a una sociedad tan cohesiva, mismo que resulta misteriosamente familiar en sus líneas generales, sino es que en sus detalles.
La ciudad-Estado de la Grecia clásica fue un desarrollo largo en su venir. Tuvo su génesis mucho antes en la edad de bronce, antes de que los griegos llegaran al continente, antes de que su lenguaje fuera siquiera reconocible como griego. Entonces los ancestros de los griegos eran una sola tribu entre muchas otras que, eventualmente, se convertirían en nórdicos, celtas, iraníes, hindúes y muchos otros. Su orden social estaba basado en la familia. Este pequeño átomo social era suficiente y completo en sí mismo, no necesitando nada de otros. Se constituyó, como en todas las sociedades, en una teocracia. Su centro sacro era el fogón, símbolo de la continuidad de la línea masculina, una línea de ancestros venerados como dioses llegando hasta los altos dioses. El fogón bien pudo haber ardido sin interrupción durante miles de años, y la pequeña sociedad a su alrededor tenía como rey, pontífice y magistrado supremo a un solo hombre: el padre de la casa. El padre de la casa administraba los ritos y pronunciaba juicio sobre su familia; era un monarca absoluto, máximo pontífice de la pequeña sociedad. El título eventualmente pasaría a su hijo mayor, tal como su padre se lo dio en primer lugar, y así hasta tiempos inmemoriales.
Con el tiempo, la pequeña sociedad se expandiría a tal punto de que la familia extendida no podía vivir bajo un mismo techo, ni siquiera en una pequeña aldea. La familia, a este punto, se convierte en lo que los griegos llamarían luego genos, lo que nosotros llamamos clan. Aún así, presidiendo ante el fogón, el centro de la vida religiosa del clan, estaba el jefe entre los padres de las casas, el último en una línea de ancestros divinizados, uniéndoseles en la muerte. El jefe no sólo presidía ante su fogón, en su casa, sino también ante el fogón común en el que la familia extendida veneraba a sus ancestros comunes.
Este proceso continuó; la sociedad se expandió hasta contener múltiples clanes, volviéndose una tribu. La colección de clanes tuvo a la cabeza un jefe hereditario entre los jefes de los clanes, un paterfamilias primus inter pares presidiendo sobre su fogón, el del clan y el de la tribu, ahora refiriéndose a un solo ancestro divinizado como fundador y constituyente: el héroe. A este punto, no había un cuerpo político sobre la tribu pero, con el tiempo, muchas tribus unidas formaron un cuerpo mayor, aún constituido por el principio de la religión y un círculo familiar; llegamos a la ciudad.
En cada paso de esta progresión desde el Póntico al Peloponeso, dos hechos deben tenerse en cuenta. El primero es que el extraño era absolutamente excluido de la vida de la familia. Como no descendía de la línea común, no tenía derecho a estar en el fogón; no había lugar para él en la asociación. Quedaba por fuera del orden sagrado de la sociedad. El segundo hecho es que, conforme crecía el árbol genealógico, los hijos jóvenes que no recibían la primogenitura iban quedando cada vez más lejos del centro de la vida religiosa. No eran excluidos al principio—tenían, al menos, un lugar en el fogón—pero siempre se encontraban al margen sin esperanzas de escapar. Luego pasaron los siglos, y algunas de estas ramas cayeron enteramente, fuese por descuido de los ritos, actos impuros, esclavitud, u otras eventualidades. Fue creciendo así la clase baja, o más bien, la clase intocable. Sus filas aumentaron gradualmente, resentidos contra aquellos encima suyo. En Roma, eran los patricios contra los plebeyos; en Grecia, los eupátridas contra tetes.
Los eupátridas, la clase apta para presidir ante el fogón de la ciudad, celosamente protegían su posición. Esto no venía de la insensibilidad; eran hombres piadosos que consideraban a su cargo como una cuestión de alto escrúpulo religioso, y deseaban que se mantuviera así, cosa que los tetes simplemente no podían lograr. El resentimiento los llevó a intentarlo de todos modos. A través de una larga serie de revoluciones en las ciudades-Estado, los tetes lograron concesiones. Originalmente, las leyes no eran escritas; un tete no sólo no podían cambiarlas, sino que tampoco se le permitía saberlas, pues constituían fórmulas sagradas prohibidas a su clase. El código de Dracón, proverbialmente duro, no era más que la ley de la religión hereditaria reducida a la escritura. Fue un paso importante, pero no tan drástico como las reformas de Solón. En vez de utilizar la antigua distinción de sangre de los genoi, los clanes, Solón estableció una nueva división basada en la riqueza, lo que debilitó al clan (lo mismo ocurrió en Roma, dando lugar a la clase ecuestre) y estableció una aristocracia de riqueza. Aun así, a esta aristocracia le faltaba el carácter sagrado que los antiguos linajes eupátridas poseían. Algo había que hacer para desplazarlos.
La constitución de Solón hizo a todos los atenienses parte de la asamblea, pero no hemos caído aún en un Estado abyecto de democracia; eso vendría con los tiranos. Con la secularización de la aristocracia, el resentimiento de las clases bajas pasó de ser uno religioso a uno material, y una línea de usurpadores las movilizó en contra de los eupátridas. Esta línea culminó con Clístenes, un eupátrida cuya familia era tan despreciable que fue excluida del sacerdocio. A pesar de esto, Clístenes se hizo con el poder y ejecutó la reforma final, el golpe de gracia contra la vieja aristocracia religiosa. Reemplazó la división de Solón con una división meramente geográfica, la del demos. Así llegamos a la democracia, el reinado del demos, donde el culto hereditario, que fue centro de la sociedad durante milenios, fue reemplazado por una imitación impuesta por un gobernante cuya razón de ser provino sólo del poder puro de la manipulación de la masa contra los intermediarios religiosos legítimos.
La movilización de la masa por parte de la autoridad central en contra de los intermediarios resultará familiar a los lectores de de Jouvenel, quien mostró exhaustivamente cómo el mecanismo de alto-bajo contra el medio estuvo detrás de la transición del absolutismo al parlamentarismo. Usualmente, cuando el poder del Estado se expande y consolida, vemos la alianza del centro social (lo «alto», el poder oficial) con elementos periféricos (lo «bajo», la masa popular) contra los intermediarios del Poder oficial (el «medio», el poder no-oficial) para debilitarlos; alto-bajo contra el medio. Sin embargo, de tanto vemos una alianza entre esta periferia y un intermediario desleal que se ha empoderado lo suficiente como para retar al poder del Estado; medio-bajo contra lo alto. Estas ocasiones extraordinarias luego son llamadas «revoluciones». Precisamente es este el mecanismo que ocasionó la guerra civil inglesa, donde elementos parlamentarios frustrados movilizaron a las masas en contra del rey en respuesta a sus propios intentos de centralizarción.
Tal revolución fue llevada a cabo en Grecia bajo el reinado de los tiranos populares, aristócratas traidores frustrados por su exclusión del centro sagrado, como es el caso de Clístenes. Estando fuera del culto, la única esperanza para los excluidos eran presidirlo ilegítimamente. Esto era imposible al principio debido al asombro que el hombre de a pie sentía por el fogón, pero luego de la devaluación del culto tras las reformas de Solón, el terreno estaba preparado para una eventual derrota. Los tiranos defendían todo lo opuesto al sacerdocio inmutable, venerable y ancestral. Si el culto del viejo Estado promovía la tradición, la jerarquía, el rango, el patrimonio y el privilegio, los tiranos trajeron igualdad, emancipación, libertad e igualación. Cuando un tirano de Corinto pidió consejo sobre cómo gobernar, a un tirano Mileto, este último respondió golpeando las espigas más altas que el resto. Estos elementos—sacerdote y tirano—estaban separados por una brecha insalvable, no solo en método, sino también en teología.
Hoy, por supuesto, no tenemos un prytaneum que sirva de fogón común y centro de atención religiosa en el medio de nuestras ciudades. ¿Significa esto que somos menos religiosos? El nuestro es un credo, sí, pero no una «religión». La proposición en nuestras «naciones-proposición» posee verdad, pero no escribimos [V]erdad en mayúscula. «Sostenemos como evidentes estas verdades», pero nuestro ya no es el Camino de la Verdad y la Vida. Y aun así, el elemento religioso de nuestra ética civilizada, aunque distorsionado, se ha vuelto claro en los últimos días. Vemos celebrantes puritanos pidiendo perdón, congregaciones que cantan, se balancean y corean, y predicadores que sostienen la doctrina de la igualdad. Vemos incluso a hombres que se postran y besan los pies de figuras divinas, la identidad marginada. Las virtudes cardinales no han sido olvidadas, sino que han sido reemplazadas por nuevas: la apertura, la tolerancia, la diversidad y la inclusión. La cáscara, la forma de nuestra teología, permanece, pero la médula, el contenido, ha sido reemplazado.
Este es el error cometido por tantos conservadores: ninguna revolución ha provocado esto. No se trata simplemente de volver a los años de la posguerra, o a la era eduardiana, o a la época de los padres fundadores. La podredumbre estuvo presente desde el principio. Hemos seguido la receta liberal al pie de la letra, y el resultado ha sido una pesadilla radioactiva. El culto estatal del progresismo se escribió en la cara de nuestras constituciones, y no pudo ser de otra manera. Nunca, es decir, excepto por la voluntad de un tirano.
Incluso el conservador, ese hombre lamentable en el desierto, ha descubierto que Estados Unidos no es la tierra de las oportunidades que alguna vez pensó. No cualquiera puede convertirse en presidente; existe un límite para el tipo de hombre al que se le permite presidir el culto del Estado moderno. Y si, por algún descuido, el hombre equivocado logra «romper nuestra democracia» y ocupar el oficio sacerdotal, si realiza los ritos ilegítimamente, se le obliga a realizarlos de manera escrupulosa. No se le permitirá innovar o desviarse. Hablará las fórmulas correctas, en el momento correcto, en el lugar correcto. Será indistinguible de un progresista, sin importar lo que esté en su corazón. El liberalismo, cuya tradición es la revolución, tiene razón al considerar a este tirano, este reaccionario, como una amenaza revolucionaria para sí mismo.
Después todo, el liberalismo sí es la receta para evitar la tiranía, porque el liberalismo es el culto estatal y el tirano es el hombre inadecuado para presidir ante él. El culto de nuestro Estado no es como el de los griegos, sino una versión extraña, donde el resentimiento y la igualación se elevan en lugar de la tradición y la jerarquía. Fuera de esto, las categorías permanecen intactas. El liberalismo florece con el artificio y el engaño. Clama balances de poder, pero constantemente se centraliza. Ofrece paradojas infantiles en lugar de fundaciones firmes; nos une la libertad, la clemencia es justicia, el apaciguamiento es diplomacia, la diversidad es nuestra fuerza. Llora con los imperialismos históricos, pero a través de la «comunidad internacional» empuña la espada del mayor imperio en la historia de la humanidad. Los griegos y los romanos, con todos sus defectos, al menos comprendían a su teocracia como una teocracia, a su imperio como un imperio y a su culto estatal como totalizador e ineludible. Es este formalismo, esta honestidad en los nombres, lo que caracteriza a los órdenes sociales indoeuropeos tradicionales, y su ausencia es lo que vuelve al liberalismo tan pernicioso; que el símbolo más potente del tirano sea lo que es, no es mera casualidad histórica. El tirano es el avatar de este orden; él desea formalizar el poder, establecer una jerarquía, restaurar la tradición y volver a trazar los límites que separan al extraño de lo familiar. Nunca puede integrarse en la teología del liberalismo, por lo que debe ser excluido de su sacerdocio.
Todo esto pinta una imagen verdaderamente triste, pero puede haber motivos para la esperanza después de todo. La historia es complicada, pero está abierta a nosotros de una manera en la que no lo estuvo para los antiguos: sabemos más de nuestro pasado que cualquier otra cultura. Se necesitará una excavación rigurosa de la historia, de nuestros términos y categorías, para obtener una imagen completa, conocernos a nosotros mismos y deshacernos de este grotesco culto estatal. El camino será difícil, pero si podemos reconstruir un lenguaje prehistórico común a los griegos, romanos e hindúes, podemos reconstruir el largo camino que nos llevó a donde estamos. Podemos rastrear el cordón dorado de Ariadna desde el laberinto, pero primero debemos dejar de lado nuestra arrogancia y consultar a aquellos hombres que sabían cosas.