El superhombre del río Acome.

Texto de Russell Antonio Vargas para Albarda.

Desde que los revolucionarios llegaron al poder con sus promesas de traer de nuevo el Edén a los cerros y lagos, y desde que empezaron a proliferar los evangélicos en todo el país, usando los ríos de Nicaragua como pilas bautismales, estos terminaron de pudrirse, según Guayo. Por eso aborrecía a los ambientalistas de uno u otro bando, quienes repetían como loras el eslogan: «salvemos el río Acome, plantemos un árbol». Él más bien arrancaba los árboles.

Había sido educado, me contó y me contaron, en la más severa religiosidad, y fue su abnegada madre la responsable, quien sólo buscaba su bien. El río Acome de Chinandega fue el jardín de sus recreos durante su último año escolar; la escuela colindaba con el río. Cada descanso descendía por una vereda para darse gusto disfrutando de los últimos prodigios de la hidrografía, de la flora y de la fauna que se recuerden de ese río. Vio los últimos reptiles y los últimos anfibios, en cada ocasión imaginando la evolución del universo, la conquista de América, la gloriosa venida de la Cruz y el mestizaje de la raza, plasmadas enteras en las laderas históricas de la quebrada, en los árboles de guanacastes que a él le parecían milenarios.

Fatídicamente, el río era también guarida de malvivientes, ladrones, borrachos, drogadictos, violadores, brujas y fugitivos de una guerra cuyo fin no todos supieron. En el año de Nuestro Señor 1991, dijo Guayo haber visto violaciones, asesinatos, canibalismo, sodomías, brujerías y todo tipo de aberraciones en la quebrada del río. Vio una mañana a un señor que llevaba enlazada del cuello a una mujer desnuda y sollozante, como quien guiña una yegua, río arriba, mientras le gritaba vulgaridades, hasta que se fueron a perder detrás de Guarumo, el puente. Otro día, fue una pandilla de vagos la que llevaba a bordo de una carretilla a una flaquita, con la boca tapada con cinta para silenciar sus aullidos. Iban dirigidos a la Poza del diablo, donde según dicen los lugareños, el diablo se aparecía. También vio mujeres, viejas, jóvenes, de todas las razas, pero chelas sobre todo, practicando abortos, haciendo entierros clandestinos, ritos misteriosos, y sorbiendo extrañas infusiones.

Yo creo que todo eso lo corrompió, aunque él lo negaba. Más bien me contó que allí se formó su espíritu anti-revolucionario, y anti-protestante, porque veía en esos actos los frutos de la revolución, y de las herejías religiosas. Me dijo que se hizo más cercano a su madre y que fortaleció su fe católica.

Pero yo creo que ahí se corrompió. Fue su último año en la escuela. Citando una expresión muy utilizada por las profesoras de esa época, se quedaba ido «viendo al icaco». Por eso reprobó la mayoría de las clases importantes, habiendo pasado nada más educación física, religión y español. En esta última sobresalía mucho, sobre todo en los concursos de composición literaria, aunque una vez lo venció en rimas un mongolo que rimaba muy sosamente: piñata con serenata, picazón con calzón; cosas así. Guayo usaba otro tipo de rimas, o más precisamente, no usaba rimas, al menos no como las que conocemos. El día que me platicó todas estas cosas, me enseñó un papel donde dejó estos versos:

«Mientras yo caminaba por el río,
los invertidos se multiplicaban,
las mujeres prendieron un fuego
y los alumnos cortamos pica pica.
Fuego y río son palabras sinónimas.»

Ignoro el significado de esas líneas. Habría de ver cada quién su significado. Lo que si sé es que Guayo se las tiraba de inteligente. Repetía frases de filósofos griegos, de grandes personajes de la historia. De boca de él fue que oí por primera vez la muy conocida frase de Heráclito: «Nadie se baña dos veces en el mismo río, porque todo cambia en el río y en el que se baña». Curioso como era, trató de refutar esa frase, y por las tardes después de la escuela se iba a sumergir al río, que le llegaba hasta las rodillas. Primero se dejó ir inocentemente, tratando de duplicar el agua, sentía los mordiscos de las pepescas, las últimas que se recuerden en ese río con el valor de morder su esqueleto, y pensaba en las lavanderas de un poco más arriba, cuyos enjuagues celestes veía fluir como oportunidades pérdidas. Sentía que la corriente bajaba con fuerza, y que él ya no era el mismo. Después lo hacía bajo los efectos de la marihuana y del pegamento.

El resto es historia, y una muy triste. Ya libre del yugo escolar, las súplicas de su madre no fueron suficientes, y poco a poco fue haciendo del río su hábitat; de a poco se fue convirtiendo en un malviviente. Digamos que el río se lo tragó. Diluidos por las aguas los principios religiosos, llegó al extremo de fumarse la Palabra de Dios. Llegaba a casa de mi madre con un falsa sed de lecturas bíblicas, y le arrancaba las finas hojas a las Sagradas escrituras, en su versión «latinoamericana», que eran propicias para sus churros. Nos dimos cuenta de eso cuando, preocupados por el creciente clamor de las sectas evangélicas que nos vendían el fin del mundo para el 2000, no encontramos ninguna página del Apocalipsis. Él arrancaba las últimas páginas. Guayo se fumó el Apocalipsis.

Una vez leí que cuando Dios quiere esconder una cosa, la esconde en la casa del ladrón. No veía la relación, pero sin duda existe. Por eso, creo yo, Guayo boicoteaba todas las jornadas de reforestación del río, su ahora casa. Eran jornadas impulsadas por los jóvenes ambientalistas. Si ellos sembraban cien árboles, él arrancaba doscientos. «¡No vengan a joder mi casa o los macheteo!», les gritaba.

Llegó a creerse él uno de los jinetes del Apocalipsis, viniendo a destruir la tierra. Hacía amistad con las vecinas de los alrededores y les abría zanjas voluntariamente para dirigir sus aguas negras hacia el río. Se dedicó a la extracción manual de arena como único oficio y beneficio. Llegó a gritar que ni los desechos agrícolas ni la tala de árboles tenían el poder de destruir el río, solamente él, fundido por el poder del libro de las revelaciones.

La última vez que lo vi, hace quince años, seguía sumergido en la cloaca del río. Pensé que estaba muerto, pero cuando lo toqué con la punta de una rama, él me gritó: «¡Andate a la verga, esta llanta es mía, andá busca tu llanta!». Le parecía que el río era una llanta vieja, con agua empozada en sus flancos, que ya no tenía relieve suficiente para rodar hasta el mar, como una de esas llantas pelonas que se queman en las protestas mundanas para gritar al cielo la iniquidad de sus bañistas. Parece haber pecados que claman al cielo.

Guayo era un experto en pecados, tanto en su niñez como en los últimos días de fusión con el río. La diferencia era que, de niño, se veía incrustado en la distinción, tanto que la vivía; ya cuando lo vi echado, su reposo me infundió la sensación de haber dejado atrás esas mezquinas categorías parroquiales. Ahora era él quien definía qué era y qué no, malo o bueno, o simplemente diferente. El río era su vida, la que buscaba destruir. De ese modo, no era muy distinto del resto, y se parecía más a los jóvenes que a sus compañeros de generación, pero de muchos otros, Guayo era un superhombre. Sabe Dios dónde estará ahora.

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