Carta abierta a los nuevos fascistas y demás revolucionarios sociales.

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Esta misiva va dedicada a todos los fascistas racionales, reaccionarios y conservadores disidentes. No quisimos llegar a estas alturas, pero vemos necesario condenar a un grupo de disidentes que termina haciendo más mal que bien.

Un espectro atormenta a la disidencia: el espectro de la modernidad. Acabadas las guerras del siglo XX, disueltos sus movimientos de masas, aplacados los ímpetus de reacción, se yergue sobre la tumba de los proyectos paralelos y opuestos al liberalismo una figura patética y, sin que suene ligero el epíteto, degenerada. Nos referimos a la resurrección ideológica de los fascismos o, más fundamentalmente, de dos de sus tradiciones constituyentes: el futurismo y el socialismo, en los espacios actuales de pensamiento disidente.

Del futurismo podemos decir varias cosas. Hijo bastardo de la ilustración, su obsesión estética con el movimiento permeó igualmente sus aportes ideológicos, nublando la perspectiva de sus adherentes al punto de hacerles adorar la guerra como fin, de acercarles a una suerte de decadentismo. En su raíz posee ese impulso progresista de avance irracional, y de destrucción, como lo denotan las palabras de Marinetti en su Manifiesto del futurismo de 1909:

…un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia… ¿Por qué debemos mirarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas del Imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer; nosotros vivimos ya en el absoluto, pues hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente…

Ese «absoluto» que habitan representa el fundamento de su herencia moderna, la separación del ser humano de nociones altas que le subordinen. Implícitamente, el ideal de velocidad presupone a un individuo separado de estructuras que le gobiernen, sobre todo estructuras previas, y parte de un escape es precisamente cuán rápido se huye de algo. Es manifiesto, así, el odio de los futuristas a los museos y academias, lo que demuestra un desdén, quizá no admitido, por las formas tradicionales. Es un vanguardismo artístico sin dirección que influenció a los fascistas en su búsqueda estética, mismos que lo vistieron de romano y lo pensaron herencia distante, cuando se trató de una innovación fría, rectilínea, inhumana.

Es precisamente este carácter estético inhumano el que los nuevos fascistas aplican a sus ideas sobre el rol de la autoridad sobre el hombre. Reniegan del progresismo sólo porque no es lo suficientemente violento y salvaje, también porque se va a cuestiones ajenas al demos, porque en el fondo los fascismos no son más que la intoxicación de la masa, y por ello dan la impresión de elevarla, de ponerla al servicio de cuestiones superiores como la nación y la patria, mientras que, en realidad, la deja varada en ruinas, y la deja perdida en materialismo pues, por nobles que sean las luchas en nombre de la tierra de los padres, siguen siendo luchas terrenales.

La negación de la trascendencia hace metástasis hacia el resto del edificio intelectual, y es ahí donde encontramos la intersección entre los nuevos fascistas y el comunismo. Al declararse herederos de la modernidad, al celebrar la decapitación de los reyes y poner en el centro del Estado a una masa amorfa, imitando a la borrosa noción de velocidad que pusieron en el centro de su estética, y al vacío caótico de su sensibilidad religiosa inexistente, han negado toda idea de gobernanza estable. No es sagrado el Poder a sus ojos, sino que es como un hongo surgiendo de la tierra, el resultado de acuerdos republicanos, y como tal es frágil. No hay distancia entre el gobernante y el gobernado, su unión reside en algo que a su vez no se aleja de ellos mismos, de nuevo se aduce a la tierra, pero la tierra sólo es eso sin una noción de divinidad. Efectivamente son todos los ciudadanos iguales en tanto compartan una serie de particularidades y existan en un espacio determinado. Basta con negar a la nación para encontrarnos, de nuevo, en el fin del juego modernista.

Al igual que con sus familiares modernistas, el nuevo fascismo busca destruir a los intermediarios de la gobernanza. En su intento por subordinar toda autoridad social al Poder del Estado moderno, producto de su propio acto informal de forja estatal que no admite la naturaleza sacra del Poder, sus defensores desarrollan ideas para movilizar a la periferia en contra de instituciones de orden como la Iglesia. He ahí que su concepto disfuncional de meritocracia ateleológica ataque particularmente a la nobleza y al clero, afianzando la posición del Poder como único centro alrededor del cual son todos una misma cosa. Esto es una receta para el caos, ya que anula cualquier idea de continuación, de transmisión legítima del Poder, y pone a la sociedad en conflicto. Su ceguera con el pasado les ciega también ante el futuro. No vimos la muerte del Duce en un entorno pacífico, ni la de Hitler, pero ninguno poseía un heredero formal y la cuestión de quién acabaría dirigiendo el proyecto estaba tan abierta como para permitir cataclismos dentro de la estructura.

Estas complicaciones de gobernanza convivieron con ímpetus reaccionarios, sin duda, pero esa es la diferencia entre el viejo fascismo y el nuevo. Ahora se reniega de lo que le hizo tolerable, de lo que le dio cierta benignidad y de lo que le puede hacer útil como mecanismo de estabilidad política. Es de entre los más pervertidos e ignorantes hombres del fascismo histórico que los nuevos fascistas sacan sus ideas materialistas, proto-anárquicas, jacobinas, e incluso en algunos carniceros comunistas ven modelos a seguir. Si el viejo fascismo unía la figura del rex con la del dux, o la subordinaba, el nuevo niega que la auctoritas sea de algún modo sujeta a imperativos divinos. Nace y muere con un caudillo sadista, sea a manos de liberales, de rojos, o de sus propios hermanos.

Que el blando progresismo no se resuelve con rabietas y matanzas sin motivo le es claro a cualquier reaccionario. Por ello debemos distanciar nuestra identidad política del fascismo y dirigirnos a formas más dignas de reacción ante la hegemonía liberal. Hemos de formular nuestros reclamos ideológicos fuera del fascismo por ser el fascismo demasiado neurótico, demasiado inestable; es otra expresión agresiva de modernismo fetichista, otra degeneración del concepto de autoridad. El Estado fascista es totalitario no porque sea fuerte, sino porque su Poder es inseguro. Lo controla todo, lo militariza e interviene en todas partes porque tiene miedo de que en algún lugar aparezca un pretendiente, y el pretendiente aparece por lo inestable de sus propias premisas materialistas que no reconocen de manera coherente el principio sagrado de autoridad. Esto es un punto enorme de disputa para el reaccionario.

El Estado tradicional es orgánico y no totalitario, han dicho varios de muchas maneras. En su imperio admite zonas de autonomía parcial porque coordina e integra en una unidad superior a fuerzas cuya libertad reconoce como subordinada a este concepto de autoridad divinamente delegada. Es su fortaleza y su seguridad en el mando la que le permite asignar responsabilidades a como mejor vea, y no a como se lo impongan sus propias inseguridades. Si recurre a la fuerza bruta y a la centralización lo hace en momentos críticos, y es una centralización formalmente reconocida para defender al todo ante amenazas mayores; el Estado fascista, por su parte, es dominado por la masa y vive para la masa, le teme a cualquier que esté entre él y la masa, y la utiliza para destruir.

En otras palabras, el Estado tradicional es omnia potens, no omnia facens; ocupa el centro, actúa sin complejos, se hace valer en caso de necesitarlo, pero no interviene en cada aspecto de la vida, ni lo ataca todo. La idea general es la de un centro alrededor del cual giran otros centros que moldean al tejido social, todos ellos negándose ante el absoluto cuando sea necesario, todos ellos compartiendo una tradición común. El centro lo dirige todo con verdadera auctoritas, como haría Dios, y en nombre de Dios, sobre todo.

Ahora, históricamente, podríamos decir que el llamado socialismo nacional, o de variante revolucionaria, que se gestó como un esqueleto o complemento para el fascismo del siglo XX, fracasó de manera estrepitosa, y al existir dentro del propio fascismo, lo hizo doblemente. Las ideas radicales los alemanes las purgaron en gran medida ya para 1934, cuando Hitler, como el pragmático que era, decidió masacrar a los strasseritas y otros remanentes del socialismo prusiano. Los consideró una amenaza para las políticas que quería imponer, como la privatización de negocios, cosa que no pudo realizar por motivos logísticos, pero ese es otro tema. La realidad del poder supo ver que la utopía era más masacre de la que convenía.

En Francia, los llamados «neosocialistes» de Marcel Déat, que ganaron cierta relevancia en el gobierno del mariscal Pétain, a pesar del enfoque más religioso del mismo, presionaron para la aplicación de políticas neojacobinas y revolucionarias, intentando reavivar la llama de la inestable y nefasta primera república. Esto causó la marginación de los ideales reaccionarios, ya que presionaron totalmente con la ocupación alemana, al igual que alienando al eje tradicionalista en las cúpulas, que en ese momento veían como la nación francesa peligraba, como explicamos en otro artículo. Por esto la cúpula reaccionaria confió en de Gaulle junto a otros petainistas desilusionados, que vieron en el general los verdaderos valores católicos franceses.

Mientras, en España, la sobrevalorada rama jonsiana, liderada por Ramiro Ledesma Ramos fue más estorbo que ayuda en el esfuerzo de la disidencia por la construcción de un fascismo español benigno. Las JONS propusieron cosas contrarias a las políticas realmente necesarias, por su absorción del futurismo modernista. Alegaron que la anarquía era el espíritu español para aliarse con la CNT y que la USSR era amiga de sus ideales. Luego del distanciamiento entre Ledesma y José Antonio en 1934, Falange cayó en la irrelevancia, y con Falange los jonsianos resentidos. Esa ruptura demostró con creces que la tendencia con mayor consistencia ideológica, y con mayor estabilidad y verdadera firmeza estadista de la disidencia española, fue la auspiciada por el carlismo; cabe agregar que el único jonsiano en el gobierno victorioso, Girón de Velasco, fue un acérrimo tradicionalista y leal a Franco hasta sus últimos años de vida, siendo de joven un militante jonsiano.

Para terminar esta carta abierta, insto a que nuestros opositores se pregunten: ¿por qué creer en una idea que corrompe el objetivo que cazan, y que, a la larga, dañará más a su nación que los esfuerzos de cualquier doctrina declarada ‘enemiga’ de la misma?, ¿por qué ustedes la harán presa ante azotes terribles a su gente por un fetiche infantil a las estéticas?, ¿qué hay de malo en la sabiduría milenaria de los ancestros, en la aceptación de la tradición como modelo generador y ordenador de los órdenes humanos?

Y a nuestros compañeros disidentes con cerebro: ¿qué esperan para actuar ustedes como uno solo? Hay ahora muchos que están confundidos, a quienes podemos ayudar. Realmente este es el momento necesario para definir una verdadera disidencia, una que pueda romper con el orden liberal de una vez por todas, y de manera efectiva.

Que no vuelvan las matanzas, ni el terror; que los Robespierres sean purgados de nuestros proyectos de restauración de modo que no nos domine la perfidia de sociópatas y falsos césares. Aunque muchos así lo consideren, la lucha por lo bueno, lo bello y lo verdadero, hoy transformado en política, no se trata de un juego, ni de una fuente de identidades, de -ismos que poner en una red social para hacer chistes ofensivos con un grupo de extraños socialmente disfuncionales. Se trata de construir verdadera comunidad y verdaderas alternativas para disuadir a los poderes, o constituir nuevos centros de poder que auspicien nuestras aspiraciones de elevar todo lo bueno y de acercar el bien a los nuestros, a lo nuestro.

Reaccionario no es un insulto, sabemos bien, sino un halago bien recibido por quienes admiten la tendencia a la entropía, la deriva de los tercerismos, la podredumbre en la modernidad. Pues no se mide el bienestar sólo en la capacidad de nuestras máquinas, ni en la velocidad de los automóviles, ni en cuán mezcladas estén las gentes de mejor o peor disposición. El bienestar es el orden auténtico y la autoridad coherente. El bienestar es la religión, la patria bien comprendida y bien amada; el bienestar es la reacción, y todo lo bueno es reaccionario.

Que se ahoguen en su propia rabia los abanderados de la revolución, como hicieron sus predecesores. ¡Nosotros seguiremos reaccionando!

2 comentarios sobre “Carta abierta a los nuevos fascistas y demás revolucionarios sociales.

  1. Al principio pensé que la confusión hecha sobre fascismo y neofascismo en este post era una floritura retórica con la intención de alejarse de ese movimienti pero resultó ser una incomprensión real. La categorización del futurismo también es un despropósito y el único acierto que alcanzo a ver es el de llamarlo moderno.
    Todo eso se puede pasar de largo, no es un gran problema en este caso (ya que el fascismo contemporáneo es un error con patas y la conclusión de todo ser pensante en el espectro político va a ser siempre la misma), pero medir a los movimientos por sus representaciones más frágiles tiene una utilidad nula

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