La religión progresista.

Aquellos que se hacen llamar ‘progresistas’ tienen una fe ciega en el progreso, pero su concepto de progreso no es uno verdadero, se trata más bien de lo que ellos consideran avance: la paulatina liberalización de la sociedad. Su eje para interpretar la historia es materialista: si los avances tecnológicos y científicos nos hacen mucho bien, entonces todo lo demás está bien. Pero, además, consideran a la destrucción del espíritu como un ‘avance’. Bajo la falsa premisa de que la humanidad ostenta un progreso técnico imparable y que las ‘luchas sociales’ validan esta evolución de los acontecimientos.

Cuando los progresistas dicen estar en contra de la religión, en realidad se refieren a la fe cristiana. No tienen problema en aceptar la ‘exploración de nuevas ideas’ que nunca han sido mayoritarias en la historia reciente de Occidente: el paganismo indígena, el budismo y el hinduismo. Es curioso, además, que los progresistas tiendan a ver como iguales al catolicismo y al protestantismo, a pesar de que ambos son en el fondo muy distintos y, sobre todo, a pesar de que, en última instancia, su fe en el progreso es una patología teológica protestante. Todo esto mientras se quejan de que se los compare con los comunistas de antaño: no le gusta que se les burlen asociándolos con el ‘Che’ Guevara o con Stalin.

Gritan ‘Estado laico’, pero meten su falsa religión al Estado para que este la ejerza en todo su esplendor, que imponga dogmas y reprima disidentes. Ya pasó en Canadá, quien llame a alguien por el ‘género equivocado’, recibe multa. He ahí las fantasías personales siendo legitimadas por el Estado.

Además, los progresistas acusan constantemente de fanático religioso al cristiano que profese su religión de manera íntegra. Los únicos cristianos aceptables en su cabecita son los moderados, quienes deforman su fe para caer bien a la sociedad civil o, en otras palabras, los que se someten más al credo progresista que al credo cristiano. Obispas lesbianas, una cruz comunista de Jesucristo… todo bien, mientras se ‘adapte’ a los ‘nuevos tiempos’.

Les encanta atacar al fanatismo como el origen de todos los problemas en la opinión pública. Lo que no detectan es que ellos en el fondo profesan un fanatismo igual o peor al que señalan. Para los progresistas, sólo son aceptables las opiniones que se muevan en un rango de ideas favorable a su religión. Siempre que surja algún intelectual cuestionándolos, lo tacharán de fanático. Esto sucede porque dentro de la mentalidad progre no cabe la idea de que alguien que no piense como ellos pueda ser inteligente.

Los progres alardean de que se cuestionan las cosas, aunque sus cuestionamientos rara vez tienen respuestas definidas, y de que son independientes, a pesar de que dependen de la moda ideológica del momento, impuesta por el Poder. Son los abanderados de la razón y la ciencia; quien no llegue a sus mismas conclusiones utilizando métodos lógicos y científicos, no merece ser tomado en cuenta en la opinión pública.

Ahora bien, ¿cómo podemos sustentar la idea de que el progresismo se comporta como aquello que juró destruir? Resulta que toda religión tiene cultos, oraciones, pastores, rituales y relatos.

El progresismo tiene como ceremonia de culto a las marchas y protestas. No asistir a ellas ni apoyarlas desde las redes sociales es pecado mortal. Sus oraciones son los cantos populares y las etiquetas en Internet, siempre disfrazadas de luchas sociales.

Sus pastores son los sociólogos, los psicólogos, los trabajadores sociales, los comunicadores, los periodistas, todos ellos, por supuesto, son incuestionables en tanto no rocen la herejía. Ellos demuestran con supuestas pruebas científicas que su ideología es la correcta, que su religión no es religión, sino lo universal, lo evidente, lo «católico». Y sus relatos míticos son las fuentes de información ‘modernas’ y ‘en onda’ acerca del pasado: memes, videos de YouTube, diarios digitales ‘independientes’ y autores exclusivamente nacidos después del año 1800 (Camus y Foucault superan a Sócrates según esta lógica).

Su escatología es el fin del mundo por una catástrofe climática anunciada pero nunca vista, sus dogmas morales son deformaciones de la piedad cristiana, su infierno es la memoria del «lado incorrecto de la historia», su pecado original son las jerarquías de privilegios que atribuyen a todo lo europeo, a todo lo masculino y a todo lo recto y civilizado.

Así, para sus ataques al viejo orden, el progresismo maneja cartas mágicas que les dan permiso de juzgar al cristianismo sin argumentar: la Inquisición, las cruzadas y la tan esgrimida pedofilia. No hay que preguntar por datos específicos, ni por fuentes, ni por contextos: esas cartas mágicas bastan y sobran para destruir al malvado cristianismo.

Y si no odian a los católicos, los progresistas dicen amarlos, pero odian a su institución (la Iglesia Católica), que es la que dio forma a aquello en lo que creen los fieles. Tan absurdo como decir «amo a los hispanos, pero odio a Hispanoamérica».

Ese es otro punto clave del progresismo: respeta única y exclusivamente a los creyentes que comulguen con sus ideas, pero su pretensión es ser universal. No importa si creés en Dios, sólo sos bienvenido para los progres si deformás esa creencia, si forzás las leyes de Dios para que se ‘adapten’ al mundo actual y estén ‘en onda’.

A fin de cuentas, es necesario refundar la fe cristiana para caerle bien a un progresista. Un Cristo gay, un Cristo feminista, un Cristo marihuanero, sería mucho más complaciente para los progres que un Cristo verdadero, único e inmutable. De esta manera, negar a Cristo para amoldarlo a nuestros gustos personales es lo mejor para no ser marginado de esta sociedad ‘avanzada’.

 


Aaron Mariscal Zúñiga es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma ‘Gabriel René Moreno’ (Santa Cruz, Bolivia). Fue analista de comunicación en la consultora Kreab, diseñador gráfico en el estudio Avand, periodista web en el diario El Deber, editor en Revista Zona7 y creador de contenidos en Comic Bolivia.

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