Texto de Guillermo Castro para Albarda.
Venus murió, muerta. Eso me susurraban al oído los zanates con su estridencia y melancolía, antes de irse volando a la loma donde terminaron de esparcirla sus defoliadores.
La profanaron. Profanaron su alma, su ser, su esencia, todo aquello que contuvo valor en su carne, y en sus cabellos, y en la sonrisa que me dejó antes de despedirse; en tanto yo no supe ver lo que tuve enfrente, ni escucharle. Luego la mutilaron y desfiguraron. Vómito azul y lágrimas moradas llovieron; heces transparentes y saliva verde acabaron brotaron del suelo, o del cielo escurriéndose, o viniendo de los costados con un viento desolador; quién sabe, porque yo no lo vi.
A Venus, la pobre, la deformaron, deformaron lo que era, lo que es y lo que pudo ser. La manipularon a su antojo, cortaron sus brazos y cegaron sus ojos. Le enseñaron a odiar y a temer antes de darle el tajo que cercenó su existencia, pues sólo así pudieron sostenerla tanto tiempo.
Venus no era Venus, y cuando lo fue, ya era tarde, al menos entonces. La extinguieron bajo el sol que sigue sobre ella y sobre mí, y aún tuesta su cuerpo putrefacto en la base de la cuesta del plomo.
Hoy, los zanates gritan y hacen ruidos melancólicos. Los buitres anuncian su llegada con los alaridos de campanas de noche, si bien sigue el sol chamuscando a tanta humanidad. Devoran a la Venus que ya no es Venus los pájaros, que alguna vez fue Venus ante los hombres.
Ahora Venus ya no existe, ha muerto.