Conferencia pronunciada por Pablo Antonio Cuadra en Managua, Nicaragua, fechada en junio de 1934 y difundida por escrito por Acción Española en 1935.
Invito a la concurrencia a ponerse de pie y hacer la señal de la cruz, a cuya sombra nacimos a la luz de la Gracia y la civilización.
Después de los que han hablado antes de mí en este ciclo de conferencias, que han inaugurado con gran acierto los venerables Hermanos Cristianos, casi no me atrevo a llamar conferencia a estos apuntes que, tomados al vuelo en un viaje ligero y presuroso, han sido ordenados con el intento de lograr, al menos, un mapa de la inquietud espiritual de las juventudes que hoy abren esperanzas en los fecundos campos de este Continente, que fue, otrora, el glorioso y nunca jamás igualado Imperio Hispano.
Salir de Nicaragua, para un nicaragüense es un viaje. Pero este viaje que yo hice es algo más que un viaje. No es lo mismo, para un hispano, salir rumbo al África, rumbo a Estados Unidos o al Oriente Asiático, que rumbiar [sic] hacia la América Hispana.
Viajar por nuestra América no es romper límites: es ensanchar los lindes de la Patria.
El alma y la sangre de nuestras venas, sienten que la quilla del barco no rompe la línea que encajona los costados amados de la Patria. Más bien parece que esos lindes se estiran —al imperativo de la proa— como si fuesen elásticos.
La idea patriótica y su realidad de amor que germina bajo el cielo preciso y sobre el suelo contorneado de la tierra en que nacimos, parece tornarse —al mirar que la Patria ya no es un cuerpo, sino un miembro—, parece tornarse, digo, de idea y realidad patriótica en idea y realidad imperial.
Es que revivimos en el instante de un viaje todo un movimiento de atavismos que corresponden al pasado que cada uno de los americanos tiene a sus espaldas.
Nuestros antepasados, que izaron velas sobre los mares y que conquistaron los vientos y las rutas desconocidas, tuvieron que truncar el arrebato explorador y viajero del descubridor por el de la conquista de la tierra y el llamado de ella, que les obliga a fijarse en el pedazo de imperio que les correspondía por derecho de su espada y de su sangre.
Nosotros, al emprender un viaje por América, tenemos que rasgar primero el atavismo terrateniente, romper con el dolor eso que tira del corazón de la Patria al corazón de nuestras entrañas, para luego responder a la alegría del atavismo navegante.
De allí que describiendo al revés el camino espiritual de los conquistadores, sea después de la patria —que nos retenía en los mandatos del amor— el Imperio quien nos llame con todo el pulmón de sus tradiciones, en un grito que llega hasta las profundidades del ser, reviviendo todo el ideal de heroicidad, de grandeza, de universalidad que la civilización greco-romana y católica sembró en nuestros principios.
Es imposible no escuchar ese grito, no sentir el reclamo, no oir [sic] la voz imperial de todo un Continente, tendido sobre los brazos potentes de dos inmensos mares, cuando en esa América existen aún elementos para formar de nuevo la gran unidad de nuestra antigua fuerza y grandeza.
Una misma lengua enlaza los pensamientos en la hermandad de los labios. Una misma religión proclama un único Dios, y es la misma oración la que, como un meridiano tendido, lanza hacia la Cruz de Cristo la saeta del alma.
Uno es también el pasado y una la historia, y hasta la misma tierra, unida al espíritu, parece responder a esa necesidad de unión vertebrando su cordillera, que naciendo a los pies de la Virgen morena de Guadalupe (segundo Pilar para el gran arco cristiano del Imperio), pasa por aquí, entre nosotros, elevando nuestras montañas, y recorre todo el cuerpo de América hasta morir con Magallanes en el Estrecho.
Y, como efectos naturales de esos grandes elementos de unidad, podemos luego sorprender el arte, la poesía, el destino campesino, hasta la misma vida, enlazados, no sólo verticalmente en la sangre, sino horizontalmente, también, en la hermandad. Se puede decir que hasta una misma canción de cuna arrulla con su himno maternal la inocencia toda de América.
Estas son las notas que —hoy dispersas— forman la clarinada arrebatadora de la América hispana. Los elementos de un imperio destruido, que por más que se ha atentado tanto contra ellos aún sobrevive, demostrando al cabo de los tiempos que aún no somos capaces de abarcar la inmensidad de nuestro pasado.
Ellos son los que componen la sonoridad de este inmenso grito que despierta a las puertas de la Patria, el ánimo imperial del viajero hispano.
Fue el grito que escuchó Bolívar, convirtiéndolo de romántico Libertador en el gran Rectificador, símbolo del destino de nuestra raza.
Bolívar, que emprendiera loca aventura del liberalismo independiente, sintió soplar de pronto, sobre su frente coronada de laureles, los vientos imperiales de América, y dejó entonces su voz rectificadora como respuesta a ese grito del Imperio: ¡última voz conquistadora del último conquistador americano!
Es natural que, si una voz nos llama desde el pasado para crear el porvenir, debe existir un presente que interrumpa y separe esas glorias del pretérito de la gloria y la grandeza que anhelamos para el futuro.
Es decir, un presente que haya quebrantado la tradición imperial de América.
Ese presente, que nació, aquí entre nosotros, con la guerra que la Historia hoy llama de la Independencia, y que no fue más que una revolución de los liberales contra los conquistadores, trajo, con la victoria del liberalismo, aquella ideología que «engendrada por la acción antirracional de la Reforma protestante y perpetuada por la democracia del siglo XIX, trata hoy de sepultarnos en la anarquía bolchevista».
Esta ideología, al romper la tradición y al derrotar al Imperio, logró la disolución de América. Porque América fue hecha y formada a base de conquista en el molde imperial, y la revolución romántica liberal atentaba contra los dos grandes elementos de esa conquista: la Catolicidad y la Hispanidad.
América había sido formada a base de la Cruz y de la Espada. De la Cruz, arma de la Catolicidad, y de la Espada, arma de la Hispanidad; y si la Espada y la Cruz eran abolidas como signos sostenedores del espíritu y unidad de nuestras tierras, vendría —como ha venido— la disolución y el caos levantando la masa amorfa sobre la cual operó la conquista, es decir, el indígena, el bárbaro.
Como ya lo diré más adelante, el quebrantamiento de la tradición hispana trae a América el retorno del canibalismo.
Pero hoy las juventudes de América —en lo poco que puede apreciarse a través de la penumbra de un viaje— ya no se muestran de igual manera que hace pocos años.
La impresión general y primera de las juventudes americanas es de una gran inquietud. Inquietud que se manifiesta de mil maneras: Revistas que nacen y mueren, escuelas literarias que aparecen y desaparecen, movimientos fugaces, huelgas y motines estudiantiles, el cultivo de la rareza y de la extravagancia, y tantos otros detalles que convergen en una inmensa desorientación. Sin embargo, si profundizamos en esta inquietud, lo que encontraremos es un profundo descontento con el actual estado de las cosas.
Este estado de cosas —más o menos, el mismo en cien años que llevamos de disolución independiente— puede perfilarse en un vago espíritu idealista, en un sentimentalismo femenino y declamatorio, en el desconocimiento de los problemas propios, en un legalismo político artificial y abstracto, en el espíritu de la imitación, en la cursilería, en una lucha estéril entre autoridad despótica sin fines realistas encaminada a sostener un orden aparente o una paz infecunda, ante la amenaza, siempre viva, de las revoluciones enteramente instintivas, tan carentes de fines realistas como las mismas autoridades contra quienes se alzan. En una palabra, el estado de cosas que corresponde a esa ideología que antes definía y que debe llamarse: liberal.
Contra tal y tan terrible mediocridad de ambiente que se desprende de esa ideología, general en América —y en Nicaragua común a los dos partidos históricos—, hoy reacciona la juventud de diversas maneras, pero que pueden resumirse en tres formas principales:
La primera es una forma de reacción puramente instintiva y sin espíritu, que existe sólo en cuanto al modo de vivir y que únicamente se encara con los problemas de salón, las actividades del cuerpo y con la vida sexual. Esta forma de reacción podríamos nosotros llamarla yanquizante. Su ideal supremo es el confort, unido a la libertad de los instintos físicos.
Se enfilan en esta forma de reacción los señoritos ricos de las capitales y ciudades populosas y unos cuantos jóvenes intelectuales diletantes, de cerebro débil y ambiciones comerciales. Ellos se oponen a todo intelectualismo y a todo sentimentalismo. Rompen con la moral tradicional, sustituyéndola con la amoralidad naturalista que se expende en las playas de baños, en las piscinas, café-conciertos y salones de bailes. Abjuran de la ciencia como investigación desinteresada, y le oponen la técnica utilitarista. Sueñan con un pacifismo enfermizo y esnobista, tanto por cobardía personal como por ser una «política a la moda». Adoran las máquinas, los rascacielos, los grandes hoteles, el cine, el turismo, la política internacional, la civilización material y el capitalismo.
Como puede verse, este modo de reacción es puramente formal y tan débil que no logra salirse del marco de lo que llamábamos ideología liberal. Los afiliados a ella no cuentan en la América española con ningún intelectual de valía. Apenas pueden señalarse en sus filas a unos cuantos poetas, pintores y músicos, que cantan, pintan o describen la velocidad, los cabarets, el jazz y otros tantos motivos que en un principio parecieron originales, pero que hoy se clasifican entre las tonterías sin valor ni mérito. Puedo citar aquí, callando muchas otras, y como órgano típico de esa tímida y cómoda reacción, a la anodina revista «La Nueva Democracia», editada por el interés imperialista de Estados Unidos, tristemente esparcida en Nicaragua para lectura de cerebros blandos por quienes aún adoran al becerro de oro del Norte.
Pero si en los Estados Unidos esta actitud de reacción no carece de cierto brillo, naturalidad y hasta podríamos decir elegancia, en cambio, en nuestra América, por sernos completamente antinatural, resulta ridículo como todo arrivismo y mimetismo de nuevos ricos, de «noveaux riches» y rastacueros.
No olvidemos, sin embargo, desde el punto de vista político, que como esta juventud es la más rica y poderosa —la más banal y venal— en ella finca sus esperanzas imperialistas el Águila del Norte. Los que en ella se enfilan son precisamente los hijos de los políticos y de los capitalistas hispanoamericanos, casi siempre educados en los Estados Unidos. Ellos serán mañana los que, cegados por el brillo áureo del adelanto material yanqui, abrirán las puertas de sus nacionalidades a la penetración de esa «cultura» demoledora, pagana y extranjera. Ellos son los adelantados del enemigo, los misioneros y predicadores de la nueva «americanidad» yanquista. Ellos opondrán la «gran Democracia del Norte» a toda reacción nacional o imperial que será perseguida por «fascista». Ellos escupirán un fingido desprecio sobre Europa y sobre el Cristianismo para volver sus ojos a un mesianismo continental dirigido por la inevitable cabeza rubia, rachando de «atraso» y de «barbarie» cualquier brote greco-latino de la tradición.
Y porque todo esto lo saben en el Norte, la gran propaganda actual de Estados Unidos es extender esta mentalidad idiotizante a todos los jóvenes de América. Ellos presienten que el despertar de España llamará a los espíritus. Por eso quieren destruir el espíritu hispano infectando a la juventud con el fácil microbio epulónico. A la grandeza del heroísmo, del valor, de la virtud y de la fe que exalta la Hispanidad, ellos oponen la grandeza de las obras materiales, la fuerza del dinero, el poder de los acorazados. Pero en esta batalla la victoria es nuestra. Bastó el gesto selvático de Augusto César Sandino para que América vibrara. Bastó un canto de Rubén para que todos los labios latinos maldijeran a Roosevelt «el cazador». ¡La ruta de la sangre de toda una raza no puede variar un dique de oro!
Hay otra forma de reacción mucho más profunda, poderosa y temible. En general, puede clasificarse como movimiento indigenista.
Esta reacción ya se sale del marco que encierra el «estado de cosas» que llamábamos liberal; pero, como decía anteriormente, no es más que una lógica consecuencia de la disolvente obra de la ideología que nos trajo la Independencia.
Buscando lo nativo o, mejor dicho, buscando la raíz popular de la vida americana excluyen, por considerarla erróneamente como origen de la civilización moderna en todas sus manifestaciones, la cultura cristiana, la cultura greco-latina y católica que debemos a España. La sustituyen comúnmente con la ideología marxista. De aquí la cantidad de movimientos intelectuales u obreros de tendencia comunista.
Casi todos los intelectuales que no han recibido formación sólida y que conocen apenas la historia de nuestra América, y eso a través de la historiografía liberal, se enfilan actualmente dentro de esa reacción comunizante, indigenista, cuyo interés principal parece ser el indio precolombino o el actual, pero procurando hacerlo volver a sí mismo, despertándolo de lo que llaman su letargo secular, para un fin escuro que ni ellos mismos se explican.
Encontramos también esta forma de reacción —pero ya con carácter pseudo-místico—, entre la mayoría de los llamados literatos puros. En éstos, la persecución de lo indígena, de lo propio, de lo personal personalísimo, los lleva a excluir, como tiznado de tradicionalismo, todo lo consciente y se refugian en lo subconsciente; aún más, en lo inconsciente puro.
De ahí se derivan las tendencias subrealistas de la literatura hispanoamericana actual, especialmente florecientes en Perú, Chile, Argentina y el Brasil, países en mayor contacto con Europa, porque, pese a sus cultivadores, la tendencia subrealista es de importación europea.
En estos literatos puros que no buscan conscientemente al indio, se observa, sin embargo, un retorno al indio que hay en ellos, es decir, a la barbarie que duerme en todo hombre. En algunos adquiere esto un carácter casi consciente de persecución de las fuerzas bárbaras que viven en el hombre de la naturaleza, y es muy sintomático que la más significativa revista de los subrealistas brasileños se llamara: Antropofagia. Recuerdo a este propósito la frase de Maurras, que dice que el hombre es naturalmente antropófago.
Estos movimientos mientras se mantienen en el campo de lo puramente intelectual y literario, desembocan en el vacío, en la esterilidad, en la barbarie y a veces en el suicidio. Pero cuando toman un rumbo social e influyen en las masas, desembocan en la matanza y en la anarquía, como se ha visto en muchos países de Hispanoamérica, especialmente El Salvador, en Cuba, en el Perú hace algunos años, en Chile y en México.
Si tales efectos tiene esta resurrección literaria o política de la barbarie, no nos extrañe la gran propaganda que de tales movimientos se hace desde la Unión Panamericana, cuya sede está en Washington y desde todos los sectores de la publicidad yanqui, brazo a brazo con Moscú en este terreno. No deja de ser, sin embargo, irónica esta repentina ternura por el indígena, de los norteamericanos, cuya nacionalidad racista está basada en la más completa exterminación del nativo indio y en el más anticristiano desprecio para el negro.
Pero a pesar de toda la literatura, debe quedarnos grabada esta dura verdad: el indigenismo es al indio lo que la democracia al pueblo; una fórmula política gracias a la cual el indio y el pueblo son engañados en beneficio de sus caudillos y de sus caciques. En México, en el Perú o en el Brasil, los indios fueron la carne de cañón de los levantamientos y revoluciones del Partido Revolucionario, del Aprismo y del Comunismo. Sin embargo, sus jefes, un Plutarco Elías Calles, por ejemplo, uno de los principales accionistas del Banco de Londres después de haber sido un pobre maestro de escuela. ¡Tal como en la Democracia, donde al pueblo soberano se le da el derecho del voto, mientras el caudillo se reserva el derecho al botín!
Pasemos ahora a la tercera forma de reacción, que es la propiamente reaccionaria, es decir, la que busca la salud perdida donde verdaderamente se encuentra: en la tradición en que fuimos formados.
Esta juventud tradicionalista, que recoge con gesto valiente y decidido el legado de conquistadores que nos heredaron nuestros mayores, forma la minorías más selectas y prometedoras de Hispanoamérica.
Ellos han roto de plano con la tradición inmediata —con el pasado de ayer, con el presente, como decía anteriormente—, pero saben que sólo en el pasado, más o menos lejano, se encuentra el vigor vital y la constitución original y natural de los pueblos, o, para decirlo con palabras de Ramiro Maeztu, saben «que nuestro pasado nos aguarda para crear el porvenir, que el porvenir perdido lo volveremos a hallar en el pasado».
Por eso buscan en la época imperial —o colonial, como la llama, ensombreciéndola, el enemigo—, época de nuestra formación racial, social y cultural, las líneas generales de nuestro resurgimiento.
Ellos pueden hacer suya la famosa frase de Ernesto Psichari: «Vayamos contra nuestros padres, al lado de nuestros antepasados». En literatura han reaccionado contra el romanticismo y más inmediatamente contra su forma decadentista, el modernismo. Y buscan una poesía más pura, más artesana, hasta podríamos decir más hidalga, que, sin desembocar en el vacío del subrealismo, se acoge a un profundo y original realismo nuevo, a una poesía vernácula y paisana, conforme al hermoso decir de Jean Cocteau: «Bien canta el poeta cuando canta posado en su árbol genealógico».
En cuanto a la esencia y materia misma de la cultura —rechazando por igual todo materialismo infecundo y todo escepticismo paralizante— han vuelto a la Religión Católica, que es la fuente que ha nutrido y nutre toda nuestra cultura individual y colectiva. Esto ha dado a sus espíritus toda solidez y el equilibrio que da el sentirse vivir sobre la realidad eterna, y todo el entusiasmo y la esperanza inmensa de saberse regidos por un destino inagotable.
En política, han reaccionado contra el liberalismo y la gran engañifa democrática; pero en lugar de caer en el materialismo marxista, que destruye la capacidad intelectual de los pueblos, se han acogido a la política clásica, a la política que hizo y mantuvo por varios siglos la raza y las naciones del Imperio español. Política que se funda en una autoridad unipersonal, libre, fuerte y duradera. Y cuya sustancia es la aplicación social de la filosofía católica, única capaz de formar pueblos grades con hombres libres naturalmente jerarquizados.
Integrados en estos tres órdenes: literario, cultural y político, la palabra, el pensamiento y la acción, esas juventudes imperiales de América son las llamadas a dar un nuevo impulso —bajo el signo conquistador— a nuestra historia continental.
Las probabilidades de su triunfo son indudables, a pesar del vigor que todavía tiene la barbarie democrática y a pesar también de la amenaza del sangriento salvajismo moscovita, porque ellos cuentan con muchos jóvenes de inteligencia extraordinaria y de vigor y valor personales que no se encuentran en los otros campos. Ellos, con el poder convincente de la verdad que han abrazado, con los talentos con los que Dios los ha preparado y con la juventud con que han iniciado sus campañas, serán —así lo repito— los dueños del futuro.
Para dar una impresión general, citaré a vuelo de pájaro los principales grupos intelectuales y movimientos juveniles que en casi todas las naciones de América luchan por reconquistar la perdida tradición hispana.
No sé si comenzar por Brasil, prima hermana portuguesa de nuestras Españas americanas. Aunque esta nación no integre completamente nuestra tradición continental de unidad, cuyo mejor símbolo es nuestra lengua, es interesante descubrir en sus entrañas un idéntico rumbo rectificador, muestra evidente de la universalidad, de la americanidad y del sentido histórico de nuestros ideales. De todos es conocido el formidable partido Integralista y su jefe Plinio Salgado. Traicionado por el presidente Vargas, últimamente ha sido puesto fuera de la ley. Pero, aunque no creo que sea esta ley un muro suficientemente fuerte para detener el impulso de miles de millares de Camisas Verdes, sea la victoria o no de este Partido, existe en todo el Brasil una reacción intensa, religiosa, intelectual y política que no dejará perderse, por el fracaso momentáneo de un núcleo, la vocación de resurgimiento de lo mejor y más fecundo de esta nación. Con el nombre del filósofo Tristán de Athayde, al frente de la reacción religiosa de la intelectualidad carioca; con la intensa penetración y solidez doctrinaria de la «Acción Monárquica Brasileira», acción imperial que cuenta con ilustres pensadores y que pretende la restauración de la Casa de Orleans y Braganza en la persona del joven e inteligente príncipe de veintinueve años, don Pedro Enrique, descendiente directo de Pedro II el Magnánimo y doña Teresa Cristina, la madre de los brasileros; con estos datos basta para tener una idea de lo que será el futuro de Brasil, cuando después de las últimas tentativas democráticas y sus indecisas reformas, se abra paso avasallante el incontenible retorno de su tradición hispana.
Pasemos a la Argentina. Creo estar en la verdad al afirmar que no admite siquiera comparación la calidad de la juventud tradicionalista integral de esta gran nación del Sur, con las otras juventudes reaccionan dentro de los conocidos cauces de izquierda. Todo lo que hoy se hace allá de original, de vital, de real, ella lo hace. Difícil es precisar un panorama de sus actividades. Ayer no más sus principales elementos se agrupaban en Convivio —el centro de donde han salido sus más integrales mentalidades y donde a menudo se dictan los interesantísimos «Cursos de Cultura Católica»— en la redacción de Baluarte, de Número, de La Nueva República, de la vieja y gloriosa Criterio, o en el «Instituto Santo Tomás de Aquino», de Córdoba, y hoy ya se mueven hacia la conquista de la Patria bajo amplias banderas nacionalistas e imperiales. De aquella renovación y rectificación que hace algunos años sólo se efectuaban dentro de grupos de intelectuales, hoy han pasado al movimiento arrollante y decidido, popular y juvenil. Por coincidir en doctrina e ideales con nuestro movimiento nicaragüense, voy a destacar con preferencia de simpatías al movimiento de «Restauración», en cuyo órgano Sí, Sí; No, No se llama a «la nueva conquista» disciplinando sus milicias bajo el símbolo de una Cruz, que, según su himno, ha de ser convertida en espada para restaurar la fe nacional. Coincidencia que anoto para alegría de nuestros corazones de cruzados agrupados también bajo el símbolo de la «Cruz-Espada» de los Conquistadores, roja y vertical, arrancada de las banderas de Santiago y de los escudos de nuestros antepasados. En «Restauración» se alinean el estado mayor de la intelectualidad juvenil argentina; los que todos nosotros hemos leído desde antaño. Allí veremos a Jijena Sánchez, a Ezcurra Medrano, a Héctor Llambías, a Ignacio B. Anzoategui y a tantos otros. Destaquemos también a la «Unión Nacional Fascista», de Córdoba, comandada por el doctor Nimio de Anquín; la «Alianza de la Juventud Nacionalista», de Buenos Aires; el periódico Crisol; las revistas Sol y Luna, Avanzar, Heroica, etc. Las juventudes católicas y sus intensas cruzadas religiosas. La obra literaria de Lugones, el pontífice de la poesía argentina; la histórica de Rómulo D. Carvia; la artística de un Ballester Peña, de un Juan Antonio, de un Basaldúa; el prestigio de las firmas de César E. Pico, de un Tomás D. Casares, de un Ernesto Palacios y de tantos otros cuya enumeración sería interminable. Todo ello significa una nueva Argentina que avanza hacia su gloria. En todas esas venas vuelve a circular la Hispanidad. Y ya en el corazón, en el corazón juvenil de la Argentina, esa Hispanidad golpea con claro pulso del Imperio.
Como en la Argentina, igual cosa sucede en el resto de América. En unas naciones la campaña comienza, la rectificación lucha todavía entre sombras. En otras, las banderas nacionalistas se izan en luminosos mástiles de victoria. Pero en todas partes, dondequiera que aparece un verdadero sentido nacional de reacción, la palabra Imperio, el concepto de Hispanidad, surgen como meta final y total del anhelo americano. Imperio cantan a la sombra de San Martín los nuevos conquistadores argentinos. Imperio dicen con el brazo en alto, y bajo el símbolo de la Cruz conquistadora de Zabala, las falanges de la «Acción Uruguaya Nacional Sindicalista». Imperio de la Hispanidad graban en sus páginas Audacia u Ofensiva o las revistas católicas del otro lado del Plata. Y la misma palabra repiten las «Falanges Conservadores» de Chile, o «La Nueva Guardia» del Perú, o las juventudes nacionalistas de Paraguay.
Más al norte, en la verde y ardiente república colombiana, el movimiento se hace más fuerte. Decenas de periódicos y revistas —entre las que destaco La Tradición, Derechas, Trincheras, Camisas Negras, Acción Femenina, etc. — extienden la «Acción Nacionalista Popular», movimiento de raíz hispana con la fe puesta «en Cristo, en Bolívar y en Colombia». Allí la juventud se ha echado resueltamente a la conquista del Estado. Selectos grupos de jóvenes, mentalidades preparadas en la más pura tradición hispano-católica (cito al azar los nombres de José Restrepo R. y de mi amigo Abel Naranjo Villegas), dirigen el avance conquistador. Y en la penumbra de la política, anotemos también la labor hondamente hispana del catolicismo colombiano, cuya medida de fuerza nos la da la gran Revista Javeriana, dirigida por el ilustre y bien reconocido Padre Félix Restrepo, S. J.
No quiero terminar este croquis ligerísimo —cuyas líneas veloces dejan en blanco, por amor a la brevedad, la actividad nacional de otras muchas juventudes de América— sin cerrado el martirio de México, esa maravillosa nación de vida y esperanza, avanzada de nuestro continente, tierra fecunda y perseguida, crisol ardiente del que debemos esperar una de las mayores gestas del futuro. ¡No creo que en balde haya grabado Cortés sobre su geografía el nombre de Nueva España!
México ha sido sometido al tormento caníbal del indigenismo. Pero en sus entrañas bulle la sangre imperial. Las viejas espadas conquistadoras, florecidas de epopeya, están siendo afiladas por las mejores inteligencias mexicanas. En la disciplina de la desesperación se organizan los «Camisas Doradas». En fiebre del martirio y de la persecución, se agrupan y ejercitan juventudes católicas bizarras y acometedoras. Altas inteligencias como las de un Esquivel Obregón, un Alfonso Junco, un Pedro Zuloaga, un Luis Cabrera, etcétera, prestan la autoridad de sus pensamientos a las fuerzas reaccionarias y rectificadoras que construirán el futuro de México. Y es allí, en la tierra azteca, donde se publica la revista quizá más vibrante e integral de América, la pequeña revista Lectura, que dirige Jesús Guisa y Azevedo, ardiente anti-enciclopedia que capta lo más combativo del pensamiento renovador de Europa y América, y cuyo influjo en la intelectualidad mexicana tendrá que ser fecundo y grandioso.
Pues bien, si en todas las naciones de América existen grupos y movimientos de tales condiciones y calidades, es fundada ya la esperanza de que el cercano triunfo de los unos acarreará el triunfo de los otros, y el triunfo de todos hará posible el gran anhelo imperial que realizaron nuestros antepasados.
Es decir, se levanta una juventud en todo el continente que da oídos a esa hermosa voz americana de que antes hablaba, a esa llamada de reconquista que comenzará en nosotros mismos para que luego ordenemos nuestras tierras —las que nos corresponden por herencia y sangre—, para que esas tierras, ya ordenadas en la Verdad, estén dispuestas, en el momento glorioso, a volverse a juntar en la hermandad y en el ayuntamiento imperial de la Hispanidad.
Yo invito a nuestra juventud, no a esperar el retorno de nuestra tradición, sino a ir a conquistarla.
Para ello debemos empuñar la espada donde debe empuñarse: por la Cruz, que es la empuñadura de la espada. A base de cristiandad nació nuestra cultura y nuestra civilización. A base de catolicidad debe resurgir. Somos y tenemos que ser cruzados para responder en la verdad a la herencia inmensa que nos dejaron nuestros fundadores. Porque esa herencia se encierra en una sola palabra: Conquistadores; y esta juventud, que anhela la grandeza de la Patria, y en el fondo la grandeza y la fuerza imperial de la América, debe ser, de nuevo, integral y decididamente, ¡juventud conquistadora!
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