El cuatrimestre pasado tuve la fortuna de ver un curso de filosofía como parte de mi plan de estudios en la UCA. Como mi carrera es la que es, el curso estaba centrado en epistemología: cómo sabemos lo que sabemos. Y como la UCA es la universidad que ya sabemos que es, el curso estuvo plagado de liberalismo, relativismo, optimismo ciego e ilustrado en la naturaleza humana, etc.
Durante todo el curso revisamos distintas teorías epistemológicas, principal, aunque no exclusivamente, de pensadores ‘laicos’ -por ponerles un nombre- cuyos sistemas poseen como característica común un claro rechazo a dos conceptos que considero cruciales para comprender a la condición humana: la sacralidad y la socialidad.
Si bien es cierto que vimos a los pensadores clásicos y brevemente tocamos a dos pensadores cristianos -Santos Tomás de Aquino y Agustín de Hipona-, el peso del curso fue del lado más iluminista. El debate entre empirismo y racionalismo se nos presentó como una dicotomía, cuando en realidad a ambos planteamientos epistémicos los podemos ver desde una tercera posición anterior al mismo Kant.
Quizás esta crítica pueda ignorarse alegando que existen tantas posiciones como seres pensantes y que, por ello, no todas pueden ser estudiadas en un curso finito, pero la tercera posición en este caso (pre-Kant, es decir), yace en lo que podemos llamar “herencia profunda”. Son cuestiones que aparecen no como producto de un solo pensador, sino más bien proviniendo de un lento proceso civilizatorio iniciado por nuestros ancestros, yéndonos incluso hasta el propio origen del humano como ser lingüístico. Sintetizado: la tradición. Es una corriente que debe estudiarse porque es nuestra y ha sido nuestra durante siglos.
En occidente, esta herencia profunda toma una forma cristiana, porque fue el cristianismo el que moldeó la arcilla de los paganos en algo distinto y, de muchas maneras, superior, pero esto no debe entenderse como una defensa exclusiva al cristianismo. Yo me considero más allá de los universalismos, tal vez relativista cultural si nos vamos a los insultos.
Esto es, ante todo y repitiéndome, una defensa a esos dos conceptos que los iluminados rechazaron tajantemente, tanto empiristas como racionalistas y casi todos sus sucesores.
Apunto hacia una reafirmación y redefinición del zoon politikon de Aristóteles, así como una adopción total del homo imperans de Adam Katz. Puestos ambos en un solo sujeto, lo podría nombrar de manera pretenciosa, pero prefiero dejarlo en el familiar “individuo”, aunque no entendido desde la ontología liberal sino desde la absolutista (cf. Journal of Neabsolutism, vol. 1).
Ahora, desmenucemos a los ‘pensadores laicos’ que mencioné al inicio, comenzando con los empiristas. Paul Feyerabend describe en Problems of Empiricism, volumen 2 (1985) y me parece útil ponerlo de primeras, lo que él llama “empirismo aristotélico” o “clásico” (traducción mía):
La experiencia es la suma total de lo que es observado bajo circunstancias normales (luz plena; sobriedad de un observador atento) y lo que es luego descrito en un fraseo ordinario de modo que todos lo comprendan.
p. 35
Para Feyerabend esto también involucra la interpretación de dicha experiencia bajo la lente de una tradición, una noción preconcebida (ibid. p. 37). De este modo, enunciados simples como “el árbol tiene hojas verdes” (presuponiendo que sabemos lo que es un árbol, lo que son las hojas y nos hemos expuesto al color verde, etc.) proveen ejemplificación clara de lo que conocemos por mera experiencia.
Menciono esto porque existe una clara diferencia entre este empirismo clásico y el empirismo moderno desarrollado por los positivistas vía Locke. Este empirismo moderno es un agujero negro para cualquier clase de desarrollo intelectual dado que su capacidad de abstracción es esencialmente infinita en el papel. Vegetando bajo la sombra de Descartes -a quién trataremos luego-, el empirismo moderno lleva hacia una pendiente resbaladiza de duda incesante e incapacitante.
Ya no es tanto “el árbol tiene hojas verdes”, sino “esta vara gruesa tiene múltiples objetos verdes en su parte superior”, o más bien “esta entidad alargada, vertical, rugosa, de tamaño considerable, posee en sus puntos más álgidos una serie de espacios de celulosa que reflejan la luz en la frecuencia, etc.” Y así ad infinitum.
En un intento de llevar a las cosas a sus componentes básicos para así ganar más conocimiento y certeza, los empiristas modernos han creado una serie incoherente de regresiones que no adhieren simplicidad al enunciado, sino que lo vuelven menos básico.
Para el empirista clásico, estos intentos de llevar la experiencia cotidiana hacia una supuesta exactitud son totalmente incoherentes. No es posible derivar todas las experiencias cotidianas a partir de este proceso de abstracción, de ‘desmonte’ en partículas más simples. Sólo existe tanta capacidad de abstracción en la mente humana y los recuentos tradicionales, los de ‘sentido común’, son también capaces de entregarnos resultados, especialmente comparados con esta suerte de proto-deconstrucción venida de Locke.
A su vez, tanto el empirismo clásico como el moderno se construyen alrededor del mundo natural y nos hacen preguntarnos si en realidad es posible derivar cosas como significado, moralidad y teleología de ellos. El empirista moderno admite que no es así, por tanto, descarta toda metafísica, si es consistente, claro está. El aristotélico tiene una mejor comprensión de la naturaleza del conocimiento en dichas áreas.
Ahora bien, esto tiene relación con el primero de los conceptos rechazados por la ilustración. Siendo que la consecuencia lógica del empirismo moderno es la inercia total del pensamiento debido a la abstracción excesiva –la cual hoy abunda sin dudas–, aquellos que trabajaron con estos conceptos al inicio de su inserción los aplicaron de manera inconsistente, pues es la única manera de hacerlo funcionar.
La forma en la que este empirismo actuó posee interesantes paralelismos con la doctrina protestante de Sola scriptura, los cuales son más visibles una vez consideramos los criticismos básicos de Feyerabend hacia la doctrina en cuestión. Citando a Edward Fesser (Feyerabend on Empiricism and Sola Scriptura, 2015), a su vez partiendo de Feyerabend:
La escritura por sí sola no puede decirte qué es parte del canon. La escritura no puede decirte cómo interpretar la escritura. La escritura no puede ofrecernos una manera de derivar consecuencias de ella misma, aplicándola a nuevas circunstancias […] No hay ningún pasaje en la escritura que enumere los libros constituyéndola. De haberlo, sin embargo, ¿cómo sabríamos exactamente que pertenece a la escritura?
La respuesta del catolicismo fue desde el inicio el rechazo al fundamentalismo; a la escritura como única fuente doctrinal. El magisterio y la tradición suplieron. Del mismo modo, los pensadores protestantes no pudieron huir de estos problemas, de modo que instituyeron igualmente magisterios heréticos mientras negaban la validez de estos, vía Sola scriptura. Las similitudes no pueden parecer obvias, pero Fesser las clava sucintamente:
El contexto mayor – tradición y magisterio – es análogo al contexto mayor dentro del cual Aristóteles y el sentido común juzgan a la “experiencia”. La experiencia, para Aristóteles, y desde el sentido común, no incluye únicamente a los datos crudos – frecuencias de la luz, impresiones táctiles, etc. – sino también al rico contenido conceptual a partir del cual describimos la experiencia, las memorias inmediatas que proveen contexto a la experiencia, etc. Así como el empirismo moderno abstrae todo esto y nos deja con contenidos sensoriales desecados supuestamente “dados”, la sola scriptura abstrae a la tradición y al magisterio, presentando a (lo que supuestamente es) la escritura como simplemente dada. Y así como la experiencia resultante “dada” es demasiado liviana como para significar algo – incluyendo lo que cuenta como “dado” – así también la escritura es divorciada de su contexto superior, incapaz de decirnos siquiera lo que cuenta como escritura. El empirista moderno inevitable e inconsistentemente, apela en lo furtivo hacia algo superior a (lo que él llama) la experiencia. Y la sola scriptura apela, de igual forma, a algo más allá de la escritura para decirnos en qué consiste.
Fesser continúa con el predicamento de la interpretación en la escritura, relacionándolo al empirismo de este modo:
[No se puede afirmar que la escritura se interpreta a sí misma puesto que s]i decís que el pasaje A ha de ser interpretado a la luz del pasaje B, entonces, ¿cómo llegamos al pasaje B de manera correcta?; ¿por qué no decimos, mejor, que el pasaje B debe interpretarse desde el pasaje A? No hay manera de resolver esta cuestión y permanecer dentro de la escritura. Eventualmente vas a salir. Del mismo modo, incluso si los empiristas modernos pudieran establecer qué cuenta como “experiencia” –de nuevo, frecuencias de luz, impresiones táctiles o lo que sea—, sigue estando la cuestión de qué significado adherimos a estos contenidos. ¿Los interpretamos como propiedades de objetos físico existiendo externamente?; ¿hay que verlo de una manera fenomenalista?; ¿existe alguna serie “natural” de relaciones que comparten entre sí, o son todas las formas en las que las relacionamos puros constructos de la mente? Como sea que respondamos a la pregunta, vamos a tener que irnos más allá de la “experiencia“, a como la construye el empirista moderno.
El tercer problema es menos relevante, pero sigue siendo una buena lectura. El punto es probar que el empirismo moderno no está lejos de la sacralidad, pero finge estarlo de manera hipócrita. Existe dentro de una tradición (el protestantismo, a su vez existiendo dentro del cristianismo), pero niega su pedigrí, se declara objetivo, progresivamente infalible y sobre todo distinto a las tradiciones religiosas que supuestamente viene a reemplazar, entregándole connotaciones peyorativas al término «tradición».
La realidad es que, partiendo de la lectura de Chris Bond al trabajo de Alasdair MacIntyre (Tradition is Conserved, 2016), las tradiciones se conservan y toda tradición es social, tanto como toda tradición está, en el fondo, cimentada en “lo sacro”, aquello que es sagrado, descendiendo hasta los confines del pasado humano descrito en la antropología generativa (Gans, 1981, 1985, 1990). Todo es parte de una tradición y toda tradición es religiosa, colectiva y apunta constantemente al origen singular del hombre como animal lingüístico.
Esto nos lleva, entonces, a la segunda corriente del curso: el racionalismo cartesiano. Este edificio intelectual peca de ingenuidad con su intento de llevar al escepticismo al punto máximo. Dudá de todo. Dice, pero, como vimos, eso es, aparte de imposible, incapacitante.
El caso de Descartes es especialmente interesante, pues ejemplifica de manera clara el concepto de la tradición omnipresente de Bond y nos deja ver la ausencia del aspecto social en sus consideraciones. Descartes nos dice “cogito, ergo sum”, y lo dice como si estuviese separado de la realidad, como una entidad sin pasado, sin más que sí mismo.
Los humanos no funcionamos así en absoluto. No vivimos aislados, ni tampoco en igualdad. Ni todos son capaces de hacer “cogito”, a como lo hizo la casta a la que Descartes perteneció –europeo, educado—, dentro de la tradición en la que nació –cristianismo— y en el momento en el que lo hizo; ni todos son capaces del “sappere aude” kantiano. Existen limitaciones, diferencias cognitivas y el rol de la autoridad, que moldea al entorno que socializa a este “homo cogitans”, siempre está presente.
Más notoriamente podemos observar esto en la misma sentencia del Cogito. Está enunciada en latín, una lengua propia de un tiempo, de un lugar, de una clase de personas viviendo en la periferia de un centro específico. Ni siquiera es el latín de César. Es el del Papa, lo que nos demuestra que las tradiciones cambian, pero se conservan dentro de ciertos parámetros.
Reducir, o llegar al punto de eliminar el rol de la socialidad en el pensamiento humano es un desarrollo mórbido. Llegar a afirmar que las tradiciones son de algún modo malignas, de que es posible la existencia de una no-tradición a la cual todos podemos acceder para esquivar los males del “fundamentalismo religioso” es absurdo. Una versión más honesta del Cogito rezaría:
Sic est, cogito, sed quasi possidentem in traditione christiana habentur, quae antequam existat me, et nunc ergo sum.
Lo que en Castilla se diría “Sí, pienso, pero lo hago como heredero de la tradición cristiana, que existió antes de mí, y sólo así es que existo [como individuo pensante]”.
Estas ideas iluministas son pensamientos europeos, y más que pensamientos europeos son pensamientos anglosajones; más que anglosajones, protestantes y, por lo tanto, cristianos, profundamente universalistas; en virtud de sus efectos en las sociedades donde se han enseñado como dogma, estas ideas son degeneradas. Tratar de imprimir este modo de pensar en todas las poblaciones de toda la historia no sólo es impreciso, sino también inmoral en varios niveles.
Todos los que parten de estas corrientes poseen los mismos fallos. Algunos incluso profundizan en ellos como quien se encuentra en un hoyo y decide cavar. Bolsillos de sanidad aparecen de vez en cuando, usualmente retomando a Aristóteles o notando la existencia de este concepto de herencia profunda. Usualmente es algo de sentido común, pero las confusiones empiristas/liberales lo nublan la más de las veces.
El por qué estas teorías, a pesar de su incoherencia latente, han permanecido relevantes en los salones de la academia, teniendo en cuenta la cantidad de grandes mentes que han existido con la capacidad de desmenuzarlas de manera efectiva y contundente, responde a otra cuestión de la cual no podemos abstraernos, y esa es la autoridad, conclusión lógica y máxima de la unión entre la socialidad y la sacralidad. Dado que ambas están interconectadas, la autoridad siempre está donde hay humanidad.
La autoridad, o “el Poder”, es el factor más importante en los órdenes humanos. Es el motor de su historia, nuestra historia. La autoridad define a la cultura, la autoridad genera sentido. Pero, así como es fuerza de bien, la autoridad, cuando está posicionada de manera incorrecta, cuando la desmiembran y convierten su mutilación en principio, es capaz de generar enormes cantidades de caos, miserias impensables.
El auge de estas teorías empiristas, a su vez soportes epistémicos, ontológicos y axiológicos de lo que llamaron los ilustrados “liberalismo”, es localizable a una serie de conflictos de poder en la Europa post-Reforma. Los conflictos siguen un patrón jouveneliano, es decir, involucran a una autoridad central oculta que invoca al bien común para aplastar a los centros de poder visibles en su camino. Tal proceso sigue funcionando a día de hoy y está recrudeciéndose, lo que a su vez genera teorías más caóticas que cimentan la continuidad del ciclo.
El tema lo he tratado, afortunadamente, en un ensayo aparte, el cual adjuntaré al final bajo la sección “lecturas recomendadas”, por si interesa. Aquel es un análisis político que toca con muy poca profundidad lo que consideraríamos “filosofía” en el curso, y menos aún trata sobre filosofía del conocimiento, más bien es un acercamiento ontológico, por lo que explorar demasiado ese aspecto en este texto sería poco relevante, aunque globalmente tenga mucho que ver.
Todo esto exige, entonces, la construcción de una teoría del conocimiento que tome en cuenta el rol de las tradiciones, es decir, el rol del componente social y religioso del hombre, visto no como algo que debamos divorciar de nuestra epistemología, sino como algo a reconocer, aceptar y discutir, de modo que podamos expandir sobre este hecho inevitable.
Esta teoría debe iniciar, primero, con el rechazo del individuo pre-social, de la sociedad irreligiosa y de la religión sin autoridad y, segundo, alrededor de una praxis formalista que comprenda la realidad del Poder y cómo manipularlo en una dirección más coherente.
La ontología anárquica es un error; ha de combatírsele.
— Referencias.
Feyerabend, P. (1985) Problems of Empiricism. Cambridge University Press. Reino Unido. pp. 35-37
Fesser, E. (2015) Feyerabend on empiricism and sola scriptura. Edward Fesser’s blog. Julio, 13. Recuperado de: http://edwardfeser.blogspot.com/2015/07/feyerabend-on-empiricism-and-sola.html
MacIntyre, A. (1985). After virtue. Reprint, 2013. A&C Black. Reino Unido.
Gans, E. L. (1981) The origin of language: A formal theory of representation. Univ of California Press. EE.UU.
Gans, E. L. (1985) The End of Culture: Toward a Generative Anthropology. Univ of California Press. EE.UU.
Gans, E. L. (1990) Science and faith: The anthropology of revelation. Rowman & Littlefield. EE.UU.
Bouvard (2017) The Anthropoetics of Power. Journal of Neoabsolutism. Mayo, 2. Recuperado de: https://thejournalofneoabsolutism.wordpress.com/2017/05/02/the-anthropoetics-of-power/
Bond, C. (2017) Absolutist and Anarchic Ontology. Journal of Neoabsolutism. Mayo, 2. Recuperado de: https://thejournalofneoabsolutism.wordpress.com/2017/05/02/absolutist-and-anarchistic-ontology/
Bond, C. (2016) Tradition is Conserved. Reactionary Future. Septiembre, 9. Recuperado de: https://reactionaryfuture.wordpress.com/2016/09/09/tradition-is-conserved/
— Lecturas recomendadas.
Moldbug, M. (2007) El progresismo de la post-guerra es una secta cristiana. Albarda. Julio, 1 (2019). Recuperado de: https://albardanica.wordpress.com/2019/07/01/progresismo-una-secta-cristiana/
Sandino, R. (2019) Imperium in imperio. Albarda. Septiembre, 30. Recuperado de: https://albardanica.wordpress.com/2019/09/30/imperium-in-imperio/
Bond, C. (2019) Nemesis: The Jouvenelian vs. the Liberal Model of Human Orders. Imperium Press.
The Journal of Neoabsolutism: https://thejournalofneoabsolutism.wordpress.com/
Anthropoetics Journal: http://anthropoetics.ucla.edu/
Generative Anthropology Blog: http://gablog.cdh.ucla.edu/