Texto de Guillermo Castro para Albarda.
Los días del universitario se vuelven tediosos y monótonos, con la simplicidad impregnada como el sudor y tufo en el cuerpo de un atleta. Siempre lo mismo, levantarse a las seis de la mañana y hacer las tareas asignadas para la semana, a las diez comer para defecar y bañarse, y a las once y quince salir de tu casa para tomar el bus que te lleve a la UCA.
Leer en el bus a cualquier autor medianamente bueno con alguna que otra buena historia; Perderá, Rayuela, El pergamino de la seducción, La senda del perdedor, El jardín de la máquinas parlantes, Queremos tanto a Glenda; libros que todos deberíamos leer –o al menos alguno- para apegarnos a una realidad. No a cualquier realidad, no, una realidad erótica y romántica, sucia y morbosa, que nos aleje de la absurda monotonía que llamamos vida, deseando cambiarla y ser protagonista de un libro de aventura, romance, desdicha, desgracia, fatalismo.
En mi caso leía a Celso Santajuliana, un escritor desgraciado que vomita su mierdero de sentimientos y anécdotas sobre un papel. Acontecía un caluroso día, me había sentado cerca de la ventana con la esperanza de que el viento me diera en la cara como una bofetada, pero elegí mal mi asiento, el sol daba a ese lado. Dentro de su mierdero de anécdotas, Celso tiene una frase simpática, o más bien grotesca: “…los espíritus felices nunca siguen el camino de las armas…”.
Es simpática porque la digerís como una frase pacifista, y es grotesca porque saca a relucir lo infelices y desgraciados que hemos sido a lo largo de la historia, por siempre elegir la forma bélica como resolución de conflictos; pero ¿somos una mierda de sociedad por elegir las armas y despreciar el diálogo? ¿o es simplemente que es la única forma de liberación real tangible en la yuxtaposición de sentimientos de revolución que nace con nosotros? ¿somos la revolución o la revolución está con nosotros?
Con esa idea revuelta en mi cabeza llegaba yo a mí destino, y una señora gorda me empujaba para abrirse paso y salir antes que yo. Negándome a ceder, la empujé de vuelta, luego ella a mí, yo a ella; ninguno de los dos tuvo ánimos de ceder. Dejábamos pasar al otro, lo que significaba que podíamos actuar de esa manera todo el día si apetecía. Al no dar el brazo a ninguno de los dos, terminamos tropezando y cayendo fuera del bus, por mi parte caí sentado, mas la señora dio vueltas cuesta abajo como una bola de nieve que cae por una montaña y termina en avalancha. Apenado, lo único que hice fue disculparme, como si eso recompensara el daño físico y moral –por la vergüenza del hecho- que había sufrido la doña.
Me alejé de forma rápida y corrí hasta la entrada de la universidad, enseñé mi carnet al de seguridad, di rumbo a una pulpería donde algunos estudiantes salen para fumarse uno, dos, tres, cuatro o un paquete entero de cigarrillos. Lo compré (uno). Mientras fumaba recibía una llamada de unos amigos, acababan de inaugurar un museo de las AMA –Asociación Madres de Abril- donde se exponían los testimonios de las madres de los presos políticos y los asesinados. Para no seguir sólo fumando –solo- decidí acompañarlos.
Nos encontrábamos fuera del museo, por el Paseo de la Memoria, veía a chavalos y chavalas con lágrimas en los ojos, otros atacados en llanto y con la voz entre cortada, y abrazándose unos a otros, entramos y mi interés –sí, tenía muy poco interés por ir- aumentaba cada vez más.
En la entrada teníamos fotos de los familiares y los presos, pendían sobre hilos que, con facilidad, dejaban ver en las imágenes el dolor de las madres y los padres, y los hermanos y las hermanas, y los amigos y las amigas, y los hijos y las hijas. En la misma habitación, en las paredes, estaban las ropas de los asesinados, manchadas de sangre, los adoquines de los tranques, la resortera de Marcelo Mayorga, el trofeo de campeón del equipo de Fafo, la toga de bachiller de los de Tipitapa y Diriamba, las máscaras que utilizaban para taparse la cara evitando ser reconocidos, las camisas de los enfermeros y las enfermeras. El dolor y la tensión se sentían en el ambiente. En otra habitación, a la derecha, se hallaban los mapas de las ciudades que habían sido partícipes de la rebelión de Abril, Masaya, Diriamba, Tipitapa. Jinotega, Matagalpa…
Quienes iban conmigo Los que acompañaba comenzaron a llorar, a abrazarse entre ellos. Querían salir de ahí, no aguantaban recordar los traumas del pasado: chavalos y chavalas en tranques, presos, desaparecidos, dos metros bajo tierra. Una de mis amigas se acercó a mí y me susurró algo, entre que le costaba vocalizar y que estaba llorando sólo entendí “¿Por qué hay tanta gente mala, que mata?” a lo que respondí “son infelices, espíritus tristes”. Ellos se fueron y yo me quedé, pasé a la tercera habitación, donde, por video pre-grabado, los miembros de AMA platicaban y compartían sus experiencias. Hablaban sobre el dolor de la muerte de sus hijos, pero –según dicen- lo que más dolor les causaba era que sentían que su lucha, la de sus hijos, había sido en vano; el dictador seguía, los asedios seguían, la represión seguía.
Sentí impotencia. Me levanté y me fui, no sin antes firmar un libro que a posterior sería entregado a las AMA. Escribí “Esto no es en vano, gracias.”
Estaba solo –otra vez-. Fui a fumarme otro cigarro, todavía era temprano y no quería entrar a clases. En consecuente me fui a La Cuevita, un bar de mala muerte que está cerca de la universidad. No dejaba de pensar en la frase de Celso, en abril, y en que todo había sido en vano.
Después de unas cuantas cervezas y paquetes de cigarro -muchas en realidad-, quise irme a mi casa. Ya mareado y tambaleándome me subí al bus, me senté al lado de la ventana, el cobrador pasó y le pagué. Me dormí, soñé. Es raro que todavía lo recuerde. Eran los tranques de Masaya. Sentía que era uno de esos chateles que corrían de calle en calle, de barrio en barrio, de barricada en barricada. Soñé con la muerte de Marcelo, de Junior, de Fafo. Soñé que entraban a mi casa, que la quemaban, que se llevaban a mi familia, a mi mamá. Soñé que trataban de llevarme a mí, que mi mamá se oponía y le disparaban, la mataban, que golpeé a un policía para abrazarla, que me disparaban y la bala me atravesaba el pecho, caía yo al piso, me desangraba, mi familia miraba horrorizada los cadáveres de mi madre, el mío; en el barrio sólo se escuchaba un “¡que sus muertes no sean en vano!”.
El cobrador me levantó, me despertó, ya había llegado a la terminal. Cuando bajaba del bus comencé a vomitar, y vomité y vomité, y lloraba y vomitaba. Yo era una mezcla de vómito y lágrimas. Con dificultad llegué a mi casa, llamé a mi madre y le dije lo mucho que la amaba, me acosté en mi cama, y lloré. Vomité dos veces más para no volver a hacerlo; cogí mi celular y revisé las fotos de abril, escuché todas las canciones vandálicas, leí los artículos referentes a la crisis para caer dormido.
Horas más tarde, cuando desperté, salí a caminar. Miré a los encapuchados, a la policía, a los paramilitares. Sólo pensé ”que infelices y desgraciados son… bueno, somos.”