Conservatismo auténtico.

Texto de Luis Alberto Cabrales, publicado por la Revista conservadora del pensamiento centroamericano en noviembre de 1961.

 

Yo me he preguntado: ¿qué es lo que pasa en la democracia de América?, ¿qué es lo que pasa, que hoy se le da confianza y el respaldo a un presidente, y mañana se le echa del país porque no ha podido controlar una situación? Muchas veces me pregunto, como gobernante, si vale la pena seguir fortaleciendo la democracia en nuestros países, o si lo que nos falta es una mano férrea que nos controle por la falta de serenidad y la incomprensión de muchos ciudadanos.

Me he apartado un poco del objeto de este convivio amistoso. Os ruego que me perdonéis. Y que me perdonéis, porque no he querido desaprovechar la oportunidad que me brinda vuestra presencia para deciros todas estas cosas. Perdonadme, porque yo sólo hubiera querido hablaros de mi cariño hacia vosotros, de la gratitud que tanto mi hermano como yo tenemos por el respaldo que nos habéis dado siempre, por vuestra constante comprensión, por la solidaridad con que siempre nos habéis rodeado. Sigamos en ese camino de comprensión mutua, en esa comprensión de amigos, en esa comprensión fraterna de liberalismo.

 

Luis A. Somoza, discurso en el Country Club.
Managua D. N., Nicaragua, 18 de noviembre de 1961.

Nicaragua, como toda Hispanoamérica, atraviesa una crisis. No me refiero a la crisis económica —que es una crisis de crecimiento— y que es, desde el punto de vista político, asunto secundario, derivado, sino a la crisis de pensamiento. Jóvenes, y aún ancianos, han entrado —desde hace unos años— en una etapa de confusión. Se usa un lenguaje político impreciso, que a menudo no corresponde al fondo de los propios pensamientos, no por insinceridad, sino por irreflexión. El hecho de considerar urgente y necesario halagar a las masas populares, el hecho de asignar a la «propaganda» el primordial papel en todo «movimiento»; el hecho de querer rivalizar en espejismos, promesas, «slogans» y demás artificios del lenguaje demagógico, con los marxistas de todos los matices; el hecho —peligroso e ingenuo al mismo tiempo— de querer «figurar» como «revolucionarios» porque el «revolucionarismo» ha sido puesto de moda por los Estados Mayores del comunismo internacional con astucia muy bien fundamentada, todo conspira a la crisis de pensamiento.

Esta evidente confusión mental, y este dejarse llevar por la corriente de vocablos provocativos, en donde es causa de mayores daños es en los sectores por su naturaleza conservadores. Y al decir «conservadores» no me refiero, en modo alguno, a los solos sectores encuadrados en los «partidos conservadores», sino a los que superaron el «pensamiento liberal» —superación que es el signo de esta época— y en la superación no fueron arrastrados por el fácil declive que lleva del liberalismo al socialismo, cualquiera que sea su matiz, desde el socialismo materialista hasta el socialismo espiritualista, desde el socialismo ateo hasta el socialismo «cristiano», sino a los que lo superaron por haber reencontrado, redescubierto, el sólido fundamento social del conservatismo, redescubrimiento que es el mayor logro político de la generación nicaragüense inmediatamente anterior a la que hoy emerge, confusa y decidida —confusa en el pensamiento y decidida en la acción—, confirmando la aguda sentencia de Paul Valery: «¡Cuánto es necesario ignorar para actuar!».

Intentaremos —como ya otros lo han ensayado— definir, esclarecer, fijar, limpiar y hacer esplender «lo conservador», no en el sentido partidista, sino en el sentido real y objetivo, y por ello permanente y eterno, en lo que de eterno y permanente tiene lo que está afirmado en lo objetivo y real, y no en lo subjetivo e irreal: ideologismos de toda especie.

Conservatismo es el acervo de ideas políticas y sociales que sirven para «conservar la autenticidad y la identidad de un pueblo».

Partido Conservador (y lo puede ser un partido que no lleve ese nombre pero que haya superado cualquier género de utopía) es el conglomerado humano que, aceptando como bueno y eficiente ese acervo, se organiza para luchar contra fuerzas que tienden a destruir —parcial o totalmente— la autenticidad y la identidad de un pueblo.

Ahora bien, un partido conservador podrá ser estrictamente conservador, muy conservador o poco conservador, según que el acervo político y social anteriormente descrito sea aceptado estrictamente, en gran manera o en poca manera por dicho conglomerado. Según haya permanecido incontaminado o se haya contaminado por ideas y aún métodos extraños, las ideas y métodos de otros conglomerados que tengan por objetivo no conservar la autenticidad e identidad de un pueblo, sino destruirlas, o reformarlas, o deformarlas.

El Partido Conservador de Nicaragua tomó ese nombre no por capricho sino porque su destino, su papel histórico, era conservar lo que otros grupos sociales han pretendido reformar, deformar o destruir. El primordial objetivo de esa agrupación ha sido conservar el pueblo nicaragüense idéntico siempre a sí mismo, conservando en su integridad todas aquellas instituciones históricamente populares que lo distinguen e identifican entre otros pueblos, no afines, de la tierra.

Esta principal característica de un conglomerado conservador no indica, en manera alguna, como lo afirman escritores confusos, adversarios o correligionarios errados, que sea un órgano de inercia, de rutina y aún de retroceso. Por el contrario, no hay más fácil actitud para destruir que la inercia; mientras que para conservar es necesario una perpetua lucha, un vivir alerta, una perenne dinamia.

Mas la dinamia conservadora es profunda, no superficial; su renovación es orgánica, y actúa no para reformar o transformar, sino para conservar la identidad. Porque sólo se conserva renovándose. Renovarse es vivir, se ha dicho, pero la renovación no es más que un medio, el medio de conservar, que es el fin vital en la naturaleza de la sociedad.

Así como el cuerpo humano renueva sus células por células idénticas, para seguir viviendo, y cada uno de sus órganos se renueva pero no se reforma o se transforma, el conservatismo en su dinamia profunda influye en un continuo renovarse, en un continuo renacer, precisamente para conservar la identidad política del pueblo, su ser y su razón de ser.

Los partidos no conservadores, los partidos revolucionarios, no renuevan sino que reforman, deforman, transforman, destruyen. Su objetivo real —inconsciente o consciente— es dar la muerte, porque una forma del morir es cambiar de identidad, dejar de ser lo que se es.

Los partidos revolucionarios proceden en política con el cuerpo social como procedería el organismo si se reformara o transformara sus células, si, por ejemplo, las células del ojo las reformase hoy en células del cabello y, mañana, las células de la lengua en células de las uñas o los dientes.

Este trastorno evidente que no puede reproducirse en la sensata regulación de la naturaleza, esa revolución orgánica que, de producirse, llevaría a la muerte o a la monstruosidad, son similares al trastorno producido en el cuerpo social por el revolucionarismo político, pero es menos evidente si se considera de un modo superficial.

Llegados a estas conclusiones, surge la pregunta: ¿Cuál es la autenticidad del pueblo nicaragüense que debe conservar un conglomerado conservador auténtico?, ¿cuál es esa identidad que también debe conservarse, la identidad que nos identifica entre los otros pueblos no afines de la tierra?

La respuesta es una especie de redundancia, una petición y reafirmación: es lo que es nacional, popular y tradicionalmente nacional, vivo siempre a través de las generaciones, vivo siempre, aunque deformado o no por los influjos deformativos extranacionales, exóticos o revolucionarios. Es el conjunto de nuestras instituciones históricas, y aún de las costumbres y hábitos creados por la influencia de esas mismas instituciones; en suma, todo lo que constituye nuestra propia cultura.

Por esto todo conglomerado conservador auténtico es tradicionalista y nacionalista: lucha por conservar lo tradicionalmente nacional, es decir, lo popularmente conservado a través de la historia. Por ello un conglomerado conservador puede afirmar: «Todo lo que es nacional es nuestro».

Pero aquí surge otra pregunta: ¿Cuándo nació este pueblo llamado nicaragüense y cuándo comenzó a desarrollarse junto con el desarrollo de sus instituciones que devendrían históricas?

Comenzó a llamarse nicaragüense, y recibió esas instituciones que devendrían históricas, cuando entró a la Historia; cuando recibió bautismo, cuando recibió el cristianismo católico, cuando recibió la lengua castellana que le abrió horizontes universales; cuando se congregó en municipios al fundarse las primeras ciudades nicaragüenses: Granada, León, el Realejo, el Viejo y Nueva Segovia. Cuando luego vino la fusión de sangre española e indígena y se fundaron las primeras familias nicaragüenses; y cuando sus miembros crearon los primeros gremios, y construyeron las primeras iglesias, y a su alrededor las parroquias, y las escuelas, todas las creaciones culturales e institucionales, que nos convirtieron en un pueblo perteneciente a la Cultura Occidental; esa Cultura que hoy está ante un gravísimo peligro ante las más virulentas y poderosas fuerzas revolucionarias que tratan de destruirla, y que sólo las fuerzas conservadoras y antirrevolucionarias pueden darle fortaleza, consistencia y permanencia.

Nace el pueblo nicaragüense cuando se fundan poblados con régimen municipal, cuando nacen los primeros mestizos y se funden en la lengua castellana los múltiples dialectos, todo a la sombra de la Iglesia protectora y de un lejano Estado tutelar.

Todo lo que es auténticamente nicaragüense es, al mismo tiempo, hispano, con el matiz que le ha dado, a través del tiempo, lo indígena y lo telúrico. El pueblo nicaragüense forma parte de la Hispanidad, con la misma originalidad de matices y de autonomía cultural de Castilla, de Cataluña, de Vasconia, de Argentina o de Méjico.

En la época precolombina, en nuestra prehistoria, o más precisamente en nuestra Edad de piedra labrada, no existía el pueblo nicaragüense, sino tribus rivales entre sí; no existía la unidad de lengua, sino confusión dialectal, ni altares eucarísticos, sino altares sangrientos y sacerdotes antropófagos; ni familia, sino el vagus concubitus; ni régimen municipal, sino caciques despóticos.

La inexistencia de esas sociedades naturales que son la familia, el municipio, el gremio, la parroquia y la falta de rueda y de los grandes animales domésticos, hicieron que el indio llegase a ser literalmente bestia de carga y bestia de carne. Un ser estremecido de pavor, triste, indefenso ante un sacerdocio antropofágico y un cacicazgo omnímodo. Su más alta evolución llegó a la estructura socialista del Tihuantisuyo, verdadero y primitivo régimen soviético que tanto elogio ha recibido de comunistas y apristas.

A qué estado de progreso en las instituciones sociales había llegado el pueblo nicaragüense hacia 1810, lo dicen pequeños datos históricos inobjetables.

Fragmentos de censos nos dicen, por ejemplo, que Nagarote, Mateare y otros poblados arrojaban solamente un cinco por ciento de hijos ilegítimos, signo de una familia bien constituida. Don Sofonías Salvatierra, entre otros datos menudos, pero muy significativos, incluye el hecho sorprendente de que las Cajas de Comunidad de Subtiaba tenían, por esa época, 212 000 pesos castellanos, indicio de la prosperidad de los gremios, en la actualidad tan pobres que para cualquier reinvindicación necesitan recurrir a la colecta pública.

Del Municipio y sus Cabildos, todo elogio es poco. De ellos nació la pugna contra Bonaparte, y luego la emancipación llevada a cabo contra los peninsulares afrancesados.

Inútil señalar el vigor de la Iglesia con sus parroquias, escuelas, universidades, hospicios y hospitales.

Mas surge la gran ilusión liberal, la utopía basada en la Libertad, esa abstracción de la que brotaron las libertades que los Pontífices Romanos llamaron «libertades de perdición».

«El hombre primitivo es bueno por libre, la sociedad lo esclaviza y corrompe». Y parar librar al hombre disolvieron los gremios, libertaron al Estado de «trabas» religiosas, por lo que en Economía la sujeción a leyes religiosas, que se refieren a «justo» o «injusto», fue sustituida por la sujeción a leyes mecánica y ciegas, como la ley de la oferta y la demanda. Se empobreció a la Iglesia arrebatándole sus bienes, es decir, sus focos de cultura, etc., etc.

Todo lo que el liberalismo hizo en Europa lo hizo en Hispanoamérica, con la diferencia de que por allá todas las instituciones eran milenarias, e integraban a toda la población, mientras que en Hispanoamérica apenas tenían trescientos años de existencia, y parte de su población aún no había sido integrada.

Si el liberalismo soñó con Rousseau con un retorno al «buen salvaje», en Hispanoamérica el retorno no fue un sueño sino una terrible y real pesadilla, de la que no salimos, sino que lleva cariz de prolongarse. Y si los socialistas de todo cuño —de Castro a Goulart, de Arosemena a Haya de la Torre—, logran sus objetivos, de Méjico a la Argentina puede levantarse otro Tihuantisuyo, con altares de sacrificios humanos, de los que el «paredón» sólo sea un pálido anticipo.

De ese trágico destino sólo nos puede librar una enérgica y áustera restauración de las sociedades naturales: Familia, Municipio, Gremio, Parroquia, y bajo la acción correctora y tutelar del Estado y la Iglesia concordes. Lo que sintetizó Bolívar en esta frase: «La unión del incensario con la espada de la Ley es la verdadera Arca de la alianza».

Bolívar lo proclamó cuando el diluvio se desataba sobre Hispanoamérica, cuando nuestro más precario caudillo escribía su queja: «He arado en el mar y he cosechado en el viento».

Sin reestructuración familiar serán vácuos los objetivos —como lo vienen siendo en otros países— del «salario familiar», del «patrimonio familiar», de leyes agrarias, y aún de simple alfabetización, pues sin familia, ¿qué significa la escuela sino un lugar desierto a causa de la inercia, o mejor dicho, la casi inexistencia de la familia?

Nos vivimos alarmando de un sesenta por ciento de analfabetos, pero nada decimos de lo que es mucho más grave, del sesenta por ciento de hijos sin padres reconocedores de su paternidad. Culturalmente esto es lo peor, porque se puede ser culto y analfabeto si se vive en un medio milenariamente culto, y por algo Tagore escribió su maravillosa dedicatoria: «A la fina cultura de mi madre analfabeta».

Sin reestructuración familiar será vano vociferar en las radiodifusoras contra las «oligarquías» predicando —suicidamente— su desaparición. La «oligarquía» es el gobierno natural de la República, y si entre nosotros ha adquirido ciertas características que la desvinculan de su función social, se debe a que existen en un medio de desorganizados grupos familiares, mientras que las «oligarquías» se forman con las mejor organizadas y más eficientes familias del país. Son ellas, socialmente, las más perfectas, pues viven históricamente, es decir, tienen «estirpe», una cadena de abuelos conocidos, mientras que a su alrededor pululan familias que difícilmente aciertan a señalar al primer abuelo.

En Europa la más modesta familia reconoce su «estirpe», y esto es un hecho de grandes repercusiones sociales. Ya lo dijo en nobles versos Salomón de la Selva, quizá el más alto poeta cívico de habla castellana en estos tiempos:

Pero no bastaba eso. Horacio lo sabía.
Hay que tener abuelos. Hay que tener linaje.
La estirpe es necesaria.
No en nido de torcaces
rompen el cascarón las águilas.

Numerosas familias con estirpe —mientras más numerosas, mejor— es la única garantía y seguridad para poner término a ciertas características de las «oligarquías» americanas.

La restauración del Municipio en sus perfiles originales y reales es lo único positivo para su autonomía. Hemos tanteado ya suficientemente procurando esta autonomía sin conseguirlo. Hemos ensayado desde afuera, no dentro de su estructura, y se tenía que fracasar.

Municipio es el grupo social determinado por la vecindad, y en Nicaragua lo hemos desnaturalizado de dos maneras: convirtiéndolo en una subdivisión departamental, e introduciendo en él el partidismo. Las fronteras del Municipio son —deben ser— las rondas, como decimos nosotros; las «goteras», como dicen o decían los españoles.

En Europa, la extensión de la ciudad moderna llevó a la creación de los alcaldes de barrio, para mejor caracterizar su aspecto esencial de vecindario. Nosotros, por el contrario, le hemos anexado leguas y leguas de territorio con una población mucho mayor que la del verdadero Municipio, que es el «poblado».

La política partidista debe ser prohibida en el Municipio, como tan sensatamente la hemos prohibido en el Gremio o Sindicato.

El Sindicato, el Gremio, la reunión de hombres alrededor de un oficio, o tipo de producción, es un grupo real y objetivo. Su reestructuración fuera de la lucha de clases es realmente un objetivo conservador.

La fuerza moral de la Iglesia dentro del marco de la Parroquia es insoslayable reestructuración conservadora, es decir, objetiva y realista.

Para quienes juzgan buenas las doctrinas de Cristo, y los mandatos de la Iglesia, este es un aspecto de nuestro atraso, causa básica que nos inscribe en la lista de los «países atrasados». Porque, en gran parte, el retraso económico tiene su origen en un desorden moral, ya sea de parte de los trabajadores, ya sea de parte de los patronos, y este desorden, que es evidente en Nicaragua, se debe —en gran parte— a la poca o nula influencia social de la Iglesia por medio de sus párrocos y religiosos.

Nuestra Iglesia es pobre en bienes y pobre en personal eclesiástico. Ambas pobrezas han sido causadas por el Estado liberal. Dos razzias de bienes eclesiásticos ha sufrido nuestra Iglesia: la de 1832 y la de 1893. En ambas épocas, los bienes que sustentaban las obras de la Iglesia: colegios, bibliotecas, hospitales, hospicios, préstamos agrarios, fueron «incautados», término que quiso disfrazar el vocablo despojo.

En la falta de personal eclesiástico el liberalismo doctrinario ha influido de dos maneras: con la expulsión de las órdenes monásticas y con el laicismo. De ahí que un país como el nuestro, que para sus necesidades religiosas y sociales necesita, por lo menos, de mil trescientos sacerdotes, sólo tenga trescientos.

Si es lamentable que un sesenta por ciento de los nicaragüenses vivan y fallezcan sin asistencia médica, para un hombre de fe es más lamentable todavía que vivan y fallezcan sin asistencia sacerdotal.

Y para un estadista integral y auténtico esa falta de guías en la conducta también es lamentable. Tan deplorable es, que la principal célula de una patria, la familia, se ha vuelto anémica y ha sufrido disgregación a causa, entre otras, de la falta de párrocos. Y esa anemia y disgregación, ese retorno más o menos disimulado al status familiar indio, del indio prehispánico, repercute en la cohesión social, en los hábitos de trabajo y en la producción económica.

Porque no puede haber trabajo eficiente sin dos elementos morales y religiosos: consciencia del deber de los dueños del capital hacia sus trabajadores, e idéntica consciencia de los trabajadores hacia los dueños del capital. Y esa doble falta de consciencia —como aquí sucede por regla general— es hija del laicismo y de la falta de párrocos.

Ha sido desastrosa para Hispanoamérica, y para Nicaragua, la enemistad del Estado y la Iglesia dentro de la Nación. Y esa enemistad —enconada y pública, a veces, disimulada y secreta, otra veces— ha sido tónica del liberalismo hispanoamericano. Pero no lo fue, ni lo ha sido, ni lo es, del liberalismo norteamericano. En Norteamérica no despojaron a la Iglesia, antes bien, el Estado norteamericano obligó al liberalismo mejicano a restituir los bienes de la Iglesia de California y otros territorios cuando fue vencido en 1848.

Hace poco, un preclaro estadista conservador, Laureano Gómez, hizo el más cumplido elogio de la benéfica influencia de los párrocos en la vida total de la Nación.

«Entre los valores —dijo— que hacían más ampliamente generosa y cordial a nuestra república, estaba el influjo espiritual y social reconocido al párroco y al conjunto de instituciones y obras en que su actividad se ejercita. Nuestro gran poeta Rafael Pombo describió el ambiente en aquel antiguo vivir colombiano en estrofas inolvidables:

Una cruz sobre la puerta
dice a todos: «Siempre abierta,
siempre pura.
Esta es la casa de todos:
la del Cura.»

«La casa de todos, la del Cura, restaurada en su noble prestigio tradicional, debe ser el fértil semillero de renovación de la patria.»

Y aquí hemos llegado a un punto que eluden los socialistas «cristianos», la ineludible característica religiosa del conservatismo.

Por ello el lema del conservatismo en Nicaragua es: Dios, Orden, Justicia. Y no han tenido éxito los que han deseado agregar la vacía palabra Libertad.

Porque sólo dentro del Orden tienen vida, y fuerte vida, las libertades esenciales de la persona humana. Y sólo hay Orden dentro de la Justicia, y sólo emerge la Justicia dentro de un ambiente de saturación religiosa: Dios está en la cúspide de la concepción política conservadora, no en su apartamiento, concepto liberal ya superado por los mismo liberales; ni por su negación, que es la tónica marxista.

A ésto debemos apegarnos y encontrarnos si queremos parar el trote de la insurrección de Castro. A ésto, si queremos defendernos, y no esperar defensas de afuera. Hispanoamérica ya huele a cuero de Rusia, y sus masas están admirablemente preparadas para recibirlo. Y tenemos el sagrado deber de preservarlas de ese nuevo destino ignominioso.

Porque sólo ignominia para el hombre trae el marxismo, y son tontos de remate los que andan desaforados gritando que debemos acelerarnos y adelantarnos a Castro. Y simplemente porque Castro es la única y sola regresión. Regresión hacia la época precolombina, hacia un vasto Tihuantisuyo en que resonarán los latigazos de los caciques junto a los latigazos de los «comisarios».

Y no debemos aconsejar lo que ya aconsejaba Heine en 1842, intuyendo y vaticinando el cuero moscovita:

Aconsejo a nuestros nietos a que nazcan con la piel de la espalda un poco más gruesa.

Sería demasiado cínico para hombres cristianos.

Ahora bien, si los conservadores de Nicaragua (que son muchos dentro de todos los partidos) no se deciden a actuar, y a poner un punto final a la carrera de ofertas al pueblo; si no termina la incitación; si voluntariamente no se pone freno a la demagogia dentro de los partidos históricos y sus grupos disidentes, para luego refrenar a los marxistas de todo matiz, van a perder a ese pueblo que dicen desean salvar.

Estamos asistiendo a una carrera loca, similar a la ocurrida a raíz de la Independencia, y más peligrosa aún. En aquel tiempo, el Libertador alzó su voz exhortando a los ciegos de entonces. Escribió:

A este punto he querido yo llegar de esta célebre tragedia repetida mil veces en los siglos, y siempre nueva, para los ciegos que no sienten hasta que no están heridos. ¡Qué conductores!

En esa pasada y ya histórica carrera acelerada en busca de reformas populares, Bolívar señaló la necesidad de la cordura, y sus palabras tienen todavía un valor de actualidad. Escribía: «Nada de aumentos, nada de reformas quijotescas que llaman liberales. Marchemos a la antigua española, lentamente, y viendo primero lo que hacemos».

Pero él, ya cansado, no pudo contener aquel desenfreno y ni los «conductores» ni el pueblo le hicieron caso. Y vino la hora de las tinieblas, la hora en que este peligroso pueblo hispanoamericano desatado se alzó en contra de sus libertadores, y todos ellos fueron destruidos: Bolívar, escapado del asesinato, muriendo pobre y abatido en Santa Marta; Iturbide, fusilado; San Martín, desterrado; O’Higgins, exiliado; Sucre, caído en una selva bajo plomo asesino. Era la selva vengándose, la vuelta al primitivismo autóctono.

La Historia nos dice que este pueblo hispanoamericano, mal conducido, puede llegar a los peores extremos, hasta ese extremo de sacrificar a sus propios libertadores.

Y en aquel tiempo surgió también la influencia norteamericana queriendo dar a Hispanoamérica su «way of life«, en vez de respetar nuestras idiosincracias, lo que hizo escribir a Bolívar: «Es desgracia que no podamos lograr la felicidad de Colombia con las leyes y costumbres de los americanos. Usted sabe que esto es imposible; lo mismo que parecerse la España a Inglaterra, y aún más todavía».

Y que nuestros buenos vecinos mediten, y pongan, ellos también, en sus gabinetes de trabajo, y en letras de acero, para que la tengan presente cada vez que decidan sobre nuestro destino, esta otra frase del Libertador: «Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miseria a nombre de la libertad» (Cartas del libertador. Vicente Lacuna. Volumen V. página 226).

Nuestros buenos vecinos pueden ayudarnos a salir dignos y prósperos de esta encrucijada. Pero las masas inquietas de Hispanoamérica poco necesitan para que no contemplen una honrosa salida de estos trances. Con poco tienen para llevarlas al camino del odio: basta revivir algunos tristes recuerdos.

Cuando el hispanoamericano medita en la pasada historia, y contempla el grupo gobernador virginiano, con sabia y cautelosa política, desde Washington a Monroe, buscando cómo librar a América de las asechanzas extracontinentales, adquiriendo la Florida, para alejar a España; comprando a Bonaparte la Louisiana, para alejar a Francia; y sobre todo, posesionándose de Alaska, para alejar a Rusia, hace comparaciones y no cree encontrar en Norteamérica un equipo de estadistas como aquel viejo equipo.

Recuerda uno el pensamiento de Jefferson: «Cuba es una manzana que cuando esté madura caerá en el seno de la Unión».

Y no puede uno sustraerse a la ironía que hoy adquiere esa frase con sólo agregar el ominoso epíteto: «Cuba es una manzana que cuando esté madura caerá en el seno de la Unión Soviética«.

Y entonces sentimos que estamos solos. Tan solitarios como el pueblo húngaro en la hora cero de Budapest.

Y este peligroso pueblo hispanoamericano, en la calle, en la casa, en el taller, piensa —tal vez muy primitivamente— pero lo piensa: «En Budapest, Moscú acudió presuroso en ayuda de sus amigos comunistas, pero… En la Habana, Washington no ha podido, o no ha querido, acudir en ayuda del pueblo cubano».

Y esos pensamientos alientan, dan calor vital a todas las quintas columnas castristas y sus continuas prédicas.

Estamos, pues, solitarios, en un cantil de la Historia. Todas nuestras instituciones históricas y populares están en peligro. No es hora de voceríos y demandas aceleradas. Si queremos salir de todos los males que trajo al mundo el liberalismo, procedamos de acuerdo con la todavía válida sentencia de Bolívar, alterándola un poco:

Nada de aumentos, nada de reformas quijotescas llamadas socialistas. Marchemos a la antigua, lentamente, y viendo primero lo que hacemos.

Si no, podremos ver a los nuevos libertadores correr la suerte aciaga de los otros, los grandes verdaderos. Sobre todo Bolívar, de quien tomo otra frase, llena ésta de melancólica sabiduría: «La revolución es indócil como el viento, sopla hacia donde quiere».

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