Verba credentis.

He terminado de leer el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia y debo confesar que fueron luces y deslumbres para mí. Como católico y ciudadano me veo en la obligación de desglosar un poco lo dulce y acibarado que me dejó este que debería ser nuestro norte sociocultural. Debo iniciar reconociendo la loable labor de SS Juan Pablo II por haber tomado la iniciativa de emitir este documento que plasma los aspectos más torales para los laicos (cristianos o no), que recoge la visión de la Iglesia en asuntos sociales, políticos, económicos y culturales.

Enfocándome en los aspectos positivos, como punto de partida, los Principios medulares de Solidaridad (como seres sociales nos interrelacionamos y cohesionamos en ayuda mutua) y Subsidiariedad (La obligación del Estado de velar por el bien de los ciudadanos a todos los niveles plasman claramente la visión histórica de la Iglesia de cómo debe ser el trabajo y relación en conjunto entre ciudadano-ciudadano y Estado-ciudadano. Las responsabilidades quedan bien establecidas y el compromiso intrínseco debe ejercerse desde la perspectiva cristiana. De igual forma, la infranqueable severidad en estos tópicos, como el respeto a la vida desde la concepción (no aborto), el uso de anticonceptivos, la eutanasia, los vientres de alquiler o inseminación artificial en humanos; queda clara la postura ética que la Iglesia ha venido dejando en claro desde siempre y más ahora, en medio del modernismo que atañe y asfixia a la sociedad en general. No esperaba menos de parte del Magisterio que seguir recalcando en tales puntos que no deben ser negociables por ningún motivo, menos hoy.

En materia económica, la DSI me dejó un agradable sabor de boca. Tomando como base la eníclica papal «Rerum Novarum», de SS León XIII, escrita en los albores de la Revolución Industrial, fue traída a la era contemporaneidad que nos involucra desde la amenaza real de la Revolución Globalizante.

Ni capitalismo ni mucho menos socialismo, es en esencia su conclusión. Como cristianos no podemos ver con buenos ojos la reducción capitalista de la persona humana vista como un instrumento más para generar riqueza sin importar la moralidad y la dignidad humana, llevándose consigo nuestra identidad cultural y espiritual; que son los vicios que el capitalismo genera. A como tampoco se puede permitir que los Estados opriman a los ciudadanos ante una falsa «igualdad» que no hace más que explotarlos en todos los niveles, mientras se engrosa el erario público, quedándose los políticos con la mayor parte de las ganancias, mientras el adoctrinamiento ateo absorbe, degenera y domestica a la ciudadanía en general (la catastrofe socialista/comunista).

Mostrar a la luz la realidad de ambos modelos económico-sociales a los laicos es un acierto que recuerda la misión magisterial de la Iglesia en suministrar la visión crítica a sus hijos. Quizá lo que queda a deber es no recomendar un modelo ideal, el cual (intrínsecamente señalado) sin dudas sería el distributismo.

En materia de justicia social y, a diferencia de la utopía impuesta que ofrece el socialismo marxista como opción ineludible para rescatar a los pueblos de la desigualdad económica y la pobreza como tal, ocupando al Estado como árbitro y poseedor absoluto de toda riqueza para redistribuirla según su criterio, la Iglesia baja toda vana pretensión y proporciona una visión cristiana a este principio de convivencia ciudadana. Desde la DSI, se deja claro que las desigualdades son producto del egoísmo intrínseco y mal manejado entre los prójimos (ciudadanos), es por ello, que la base para propiciar un entorno de verdadera Justicia Social debe ser de individuo a individuo, esto a todas las escalas (trabajador-trabajador, empleador-trabajador).

El enriquecimiento individual a costillas de la explotación del otro, aprovechándose de su necesidad, es un vicio inicial que debe erradicarse desde esta perspectiva de Justicia Social. Desde respetar la dignidad del trabajador, pasando por salarios y prestaciones justas (no ajustadas), hasta compartir las riquezas con los más desprotegidos (principio de Solidaridad), son puntos clave para darle un verdadero sentido a esta realidad ideal.

El papel del Estado en medio de este ambiente es el de garantizar que las sinergias entre empresas y obreros convivan en un engranaje de respeto, responsabilidad, cumplimiento justo de los deberes entre las partes y honestidad. El rol del Estado es el de rector, que asegure que los escenarios sean los adecuados y dignos, incidiendo en ellos para evitar la opresión del más fuerte (empresario) y/o la sublevación antojadiza de los empleados. Ni burguesía ni proletariado. Orden y Justicia.

Dos aspectos principales, francamente, me decepcionaron. Son puntos que evidencian la visión modernista/liberal que se inmiscuyó en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. De hecho, las mayores citas en estos aspectos vienen desde conclusiones y reflexiones del CVII.

Primero, el estado laico. Dividir Iglesia y Estado es una medida descabellada y algo que solo los seres más básicos y relativistas (desordenados) pueden defender, pero que sea la Iglesia la que defienda tal contraproducencia me parece inverosímil y que sea un laico quien lo denote, aún más. Bajo la excusa de que la Iglesia tiene como «misión principal en el mundo el salvar almas y preservar la fe en medio de los pueblos», es que han minimizado la importancia de involucrarse en las decisiones y acciones estatales. No se puede concebir una preservación de los valores, buenas costumbres, moralidad, ética ciudadana, principios y tradición; si el Estado -encargado principal de establecer y salvaguardar el orden social-, no trabaja conjunta y sustancialmente de la principal en ser baluarte y guía del orden espiritual: la Iglesia. Por ello, es inconcebible tratar de rescatar o reencauzar a un Occidente tan destruido por el progresismo y modernismo si pretendemos continuar con la tibieza y falta de involucramiento de aquella que nos dio nuestra identidad y credo. Los Estados laicos nos dieron este desastre.

Ahora, «El poder radica en el pueblo», es una diatriba que se ha vuelto la falacia dulce que se hace aún más espesa cuando se mide a los exagerados niveles que ha alcanzado el adoctrinamiento en este lado del planeta. Creer que la vía Democrática es la verdadera solución, así como asegurar que la preservación de los derechos y deberes de las personas se puede lograr únicamente por medio de este modelo, es una utopía, teniendo en cuenta cómo la degradación moral de las naciones han venido de la mano de la democracia y sus defensores más férreos.

La Iglesia, como ‘mater et magistra’, debería considerar semejante problemática actual que afecta principalmente al pueblo cristiano. Defender a capa y espada la Democracia sin considerar tales peligros solo muestra una visión irreflexiva y que requiere de mayor profundidad.

Un último aspecto, con el cual no concuerdo plenamente, es el sentimiento ecuménico generalizado que, en lugar de preservar la fe cristiana ante las diferentes amenazas del mundo, más bien contribuye a que esta se relativice o se minimice su vitalidad. Cuando se desea poner el Cristianismo al mismo nivel de otras religiones paganas o que se permita una interacción produndizante de ritos y cultos para generar «armonía», solo devenga en disminuir la irreducible figura salvadora de Cristo, quien nos mandó al mundo a predicar su palabra y convertir (bautizar) a las naciones. Englobando en el trillado concepto de «Libertad Religiosa» se ve cómo la Iglesia pierde fieles y fuerza en el mundo, mientras otras religiones oscuras y el ateísmo mismo, galopantes amenazan con arrasar con toda la civilización.

Amo a mi Iglesia y me duele ver cómo fuerzas oscuras han querido destruirla a lo largo de su Santa Historia y de qué manera el modernismo se infiltró como el «humo de satanás» para desde adentro atacar la obra maestra de Dios. Pero tengo fe y esperanza en el Señor y su Doctrina. Por eso creo que, en su momento (momento de Dios), todos estos errores serán corregidos y volveremos a abrazar la Tradición plenamente a como nunca debió dejar de ser.

No todo son grises, la Doctrina Social de la Iglesia guarda la esencia salvífica del Reino Social de Cristo y más allá de los aspectos que merecen mayor profundización a la visión tradicional-doctrinal, considero que sigue siendo la directriz indiscutible para todo católico que desea ver un mundo mejor y más, justo, cristiano y santo.

«Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el Amor en la vida social -a nivel político, económico, cultural-, haciéndolo la norma constante y suprema de toda acción».

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