Introducción al distributismo.

Texto de John Médaille, publicado en Distributist Review el 12 de Enero del 2006.

El distributivismo, mejor conocido como distributismo, es una teoría económica formulada por Hilaire Belloc y G. K. Chesterton en respuesta a los principios de la justicia social establecidos por León XIII y su encíclica Rerum novarum. Su principal postulado es que la posesión de los medios de producción debería estar lo más expandida posible, en vez de estar concentrada en manos de pocos dueños (capitalismo) o en las manos de un Estado de burócratas (socialismo). Belloc no creyó desarrollar una nueva teoría económica. Él más bien pensó exponer un principio antiguo y recurrente contra las nuevas teorías del capitalismo y del socialismo.

Belloc creía que el capitalismo nunca podría alcanzar un equilibrio económico por sí solo. Es un sistema inestable por dos razones: divergencia de su propia teoría moral e inseguridad de dos tipos. La teoría moral del capitalismo está basada en la libertad, pero tiende a acumular la propiedad en las manos de muy pocos dueños; al limitarse la posesión, más y más poder pasa a una camarilla de capitalistas. El Estado es convertido en una herramienta para proteger los «contratos salariales», ahora más leoninos, eso es, basados en la desigualdad. Un lado puede rechazar el trato (el empleador), pero el otro lado, el trabajador, generalmente no tiene otra opción aparte de aceptar porque la alternativa es morir de hambre. El Estado ya no puede constituir un árbitro neutral entre las clases pues se vuelve un defensor de la clase donde recaen los trabajos y el crecimiento.

Además de los problemas morales, el capitalismo también posee dos tipos de inseguridad: la inseguridad de los trabajadores e incluso la de los propios capitalistas. Hay una inseguridad para los trabajadores porque los salarios traen menos en la vejez, nada en la enfermedad, y existen a discreción de los capitalistas (es posible el outsourcing). Pero también hay inseguridad para los capitalistas. La anarquía competitiva hace al sistema inestable para sus trabajadores, resultando en saturación y subventa. El capitalismo responde a esto volviéndose menos capitalista, utiliza la ley como barrera para la competencia y como mitigador de responsabilidades; la corporación misma es un ajuste a la inestabilidad del capitalismo que permite a los inversores limitar sus responsabilidades. El socialista fanático no teme tanto al capitalismo puro como el propio capitalista.

Dadas sus inestabilidades, el capitalismo debe, por fuerza, encontrar algún modo para estabilizarse. Belloc argumenta que sólo hay tres soluciones estables: la esclavitud, el socialismo o la distribución de la propiedad (o alguna mezcla de las tres). «Para resolver al capitalismo tenés que deshacerte de la posesión, o de la libertad, o ambas». De las tres soluciones, las sociedades esclavistas han demostrado ser muy estables durante largos períodos de tiempo, pero esta solución no nos es lícita dada nuestra herencia cristiana. La tercera solución, lo que Belloc llama «Estado propietario», es considerada insostenible por las élites intelectuales y políticas, lo que nos deja con la segunda solución, algún tipo de socialismo. Así, en la práctica, el capitalismo engendra una teoría colectivista que lleva a un Estado de servidumbre. La transición al socialismo sigue la línea de menor resistencia porque cuando el Estado compra acueductos o ferrocarriles nada realmente cambia. Pero la praxis socialista no necesariamente significa socialismo. Fuera del papel, el socialismo meramente constituye un aumento de regulaciones, solución que apela tanto a los intereses corporativos como a los «reformistas». La retórica podrá ser distinta, pero el resultado es el mismo. El reformista sigue amasando regulaciones a beneplácito de los grandes negocios, situación que contenta a los barrigones ya que las regulaciones fungen como barreras de entrada para potenciales competidores y, por consiguiente, proveen mayor seguridad para la propiedad y las ganancias de los capitalistas más acaudalados. A fin de cuentas, no se logra establecer ni socialismo ni capitalismo, sólo servidumbre y un Estado que se lucra con ella. El resultado de este proceso es la creciente dependencia de los trabajadores en el gobierno y las soluciones corporativistas. La sanidad, los subsidios por desempleo y los beneficios de jubilación pasan de estar bajo control de cada individuo y quedan en manos de la corporación o el Estado.

El sistema de servidumbre ya ha iniciado. De hecho, ya está aquí. Las diferencias entre la Europa «socialista» y los Estados unidos «capitalistas» son de grado más que de tipo.

Ambos dependen de la misma organización burocrática y sistemas de bienestar social. Esta situación no vino a ser a través de conspiración, sino más bien viene de la necesidad; Belloc parece haber estado en lo correcto con sus predicciones. Hasta los años cuarenta, el capitalismo había sido un sistema altamente inestable, sufriendo incesantes ciclos de euforia y depresión, culminando con la Gran depresión de los años treinta. El sistema necesitaba ayuda para estabilizarse como Belloc predijo. El verdadero cambio, sí, vino con la introducción de la economía keynesiana, que hizo responsable al Estado, no sólo de los programas de bienestar social, sino también de cubrir la escasez en la demanda agregada por los impuestos redistributivos. Puesto de otro modo, el keynesianismo es en sí mismo «distributista», o más bien «re-distributista»; pero redistribuye ingresos y no propiedad. Entonces el debate, en términos prácticos, no es entre el distributismo y su opuesto, sino entre tipos de distributismo, entre la redistribución de los ingresos y la distribución de la propiedad. De cualquier forma, el liberalismo es incapaz de proveer estabilidad por sí mismo; necesita la ayuda de distributistas de algún tipo. La redistribución de los ingresos, siendo un proceso constante y continuo, siempre requerirá de un vasto aparato estatal que maneje los fondos por un lado y determine la elictibilidad por el otro.

El keynesianismo ha sido adoptado por casi todos los regímenes modernos, tanto de derecha como de izquierda, porque aparentemente funcionaba. Como resultado, las inherentes inestabilidades del capitalismo se han vuelto menos extremas, con depresiones vueltas más amables que las convulsiones que sacudieron a Europa a finales de los veinte. Pero el keynesianismo ha aumentado el poder del Estado, los impuestos y el tamaño del gobierno a niveles antes inimaginables. Nos hemos acostumbrado a que el gobierno resuelva todos los problemas y así hasta el nivel más alto posible. Incluso las administraciones de derecha han dejado atrás toda pretensión de federalismo y se han entrometido cada vez más en la cotidianidad; el profesor en el salón de clases, el policía al ritmo, el vendedor en su tienda, todos se han vuelto cada vez más asuntos de preocupación federal y menos de regulación local.

Pero hoy el futuro del consenso keynesiano parece puesto en duda. Tanto en Europa como en América, los costos de los gobiernos han sobrepasado la capacidad de la sociedad para sostenerlos. Además, la voluntad de los intereses corporativos de continuar el convenio parecen estarse acabando; invirtieron grandes sumas en encontrarle un fin al sistema y estos esfuerzos están pagando. Las corporaciones están buscando externalizar los costos sociales que han sido siempre parte del sistema salarial, cosas como los seguros médicos, las pensiones y los costos del desempleo. Sin embargo, es dudoso que reubicar estas responsabilidades puede lograrse sin introducir las mismas inseguridades que ocasionaron estos convenios en primer lugar. El sistema keynesiano parece estar atrapado en un problema crítico, mismo que Belloc señaló. No puede continuar con su truque keynesiano (y esto es especialmente verdadero de cara a la competencia global) y no es posible dejarlo de lado sin abrirle la puerta al caos.

La teoría económica del distributismo está basada en la distinción hecha entre justicia distributiva y justicia correctiva encontrada en el trabajo de Aristóteles. La justicia distributiva trata con cómo la sociedad distribuye sus «bienes comunes». Aristóteles define estos bienes como «cosas que resultan divididas entre aquellos que tienen acción sobre la constitución» (Nicomachean Ethics, 1130b, 31-33). Esto se refiere a los bienes comunes del Estado, la sociedad, la corporación o cualquier empresa cooperativa. Para Aristóteles, estas cosas deben ser divididas por «mérito» basadas en la contribución. Lo que constituya mérito será un asunto determinado culturalmente «pues los demócratas lo asocian al estado del hombre libre, quienes apoyan oligarquías con la riqueza (o con el nacimiento noble) y quienes apoyan la aristocracia con la excelencia» (Ethics, 1131a, 25-29). La justicia correctiva, por otro lado, trata de la «justicia a cambio»; son las transacciones entre individuos. En este caso, la justicia consiste en el intercambio de valores, «teniendo una cantidad igual antes y después de la transacción» (Ethics, 1132b, 19-21). La justicia correctiva está propiamente sujeta a la ciencia económica per se, mientras que la justicia distributiva es irreductiblemente cultural e involucra decisiones sobre lo que constituye una distribución justa.

La economía moderna tiende a tratar a la justicia distributiva en dos modos. Para el socialista o el keynesiano, es principalmente una cuestión política que necesita el control de la economía por el Estado. Para el economista ortodoxo neoclásico, la justicia distributiva será el logro inintencionado del equilibrio obtenido bajo condiciones de competencia perfecta (cónfer John Bates Clark, The Distribution of Wealth); en otras palabras, la equidad vendría siendo un subproducto automático del equilibrio. Desde esta postura la justicia distributiva es negada por la justicia correctiva y lograda sin intención. Esta es la esencia de la teoría de la «mano invisible». Sin embargo, esto nunca ha ocurrido y de seguro nunca lo hará. No es solamente que las condiciones necesarias («competencia perfecta») nunca pueden ser satisfechas, ni que la que justicia, una virtud, pueda ser separada de la intencionalidad humana. Más bien, el problema reside en la mera naturaleza de la justicia correctiva, que es «igualdad en intercambio». Así, la justicia correctiva tiende a perpetuar la división existente anterior al intercambio; la equidad distributiva no puede existir como resultado de los intercambios (cónfer óptimo de Pareto). Para el distributista, la justicia distributiva es anterior a la justicia correctiva (como lo era para Aristóteles y Santo Tomás de Aquino) justo como la producción es anterior al intercambio. Entonces la equidad es anterior al equilibrio y la equidad dependerá de la distribución de los medio de producción. La equidad no es el único subproducto del equilibrio, sino su causa; de hecho, la equidad y el equilibrio son prácticamente lo mismo.

El distributismo es, a veces, representado como un movimiento romántico, «volvamos a la tierra», o incluso un regreso a la edad media. Esta imagen es injustificada. De hecho, la propiedad bien dividida ha tenido una historia larga y una presencia muy actual. Dos ejemplos que deberían bastar: las reformas propietarias en Corea y Taiwán después de la Segunda guerra mundial, donde las grandes propiedades fueron rotas y vendidas debajo del precio del mercado, y la Corporación Cooperativa Mondragón. El aumento en el poder adquisitivo de los antes paupérrimos campesinos impulsó el crecimiento de negocios e industrias, catapultando a estas naciones de sociedades retrógradas y opresoras a Estados industriales modernos en una generación. En la Cooperativa Mondragón, 77 000 colaboradores logran 16 000 000 000 de dólares vendiendo desde pistolas de caza hasta construcciones de fábricas a la carta. También operan una extensa red de programas sociales, escuelas, universidades, institutos técnicos y centrales de investigación. Además, podemos citar el impresionante número de programas de propiedad participada y otras instancias de negocios propiedad de sus empleados. Así el distributismo parece ser perfectamente aplicable al mundo moderno e incluso nos da ventajas.

León XIII en Rerum novarum vio el salario justo como un medio para esparcir la propiedad; Belloc lo revirtió dándose cuenta que la propiedad esparcida era el medio para adquirir el salario justo. Parece que Belloc estaba en lo que correcto, como lo estuvo Juan Pablo II cuando llamó a asociar al trabajador con la propiedad que trabajaba. Debe ser claro que la única forma de reducir el tamaño del gobierno e incrementar el rango de libertades y justicias consiste en eliminar la necesidad de un gobierno grande, pero mientras haya grandes desbalances de riqueza y pobreza, habrá grandes burocracias en el gobierno y la industria.

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