A Ger le negaron una vida con sentido. Tenía problemas, como todos, pero escuchar todos los días por la radio, la televisión, los discos, y aparte leer en las redes o en las revistas y libros de la universidad, que la vida es suplicio como tal, que todo lo construido debe caer porque fue malo, es malo y siempre lo será; eso no ayudó.
Me daba cuenta de lo mal que estaba cuando sentía el olor a cigarrillo flotando sobre la cama, al hojear la libretita con flores que dejaba en la mesa de noche cuando iba a pasarse una o dos horas en el baño.
Por supuesto, también estaban los intentos de suicidio. Acabó en clínicas, conectada a tantas cosas, la familia llorando alrededor -sin imponer mucha presencia- y yo también llorando un par de veces, pero después no; me acostumbré.
Es curioso pensar que a Ger le gustaba oírme hablar. Yo siempre parloteé de lo bien que sentaba al alma el conectar con profundidad. Explicaba el mito ese donde los hombres y mujeres son mitades de seres más completos, antaño caminantes en los campos verdosos de la tierra sin huellas, separados por el destino –o los dioses, o Gnon- para siempre, buscando cómo unificarse una vez más a través del sexo y la convivencia, del sembrarse en una loma y ahí esperar la muerte entre retoños propios; Ger escuchaba eso, no sé qué tanto comprendía. Pienso que igual y le daba tedio o pesadumbre repasar esa clase de locuras para gente creyente en el sentido, esos ñoños que ven en la familia una institución útil y consideran que la pareja es más que sexo y dinámicas de poder mal percibidas.
Es igual de enigmático pensar que yo llegué a estar con alguien como ella. Yo nunca quise botar nada, nunca busqué suprimir las cargas de un pasado bárbaro. A día de hoy sigo disfrutando las caminatas sobre tierra firme. Los pantanos no me atraen, no me gustan las casas con cimientos arenosos.
Al principio, una discordancia así no obstaculiza, es una curiosidad y ya. Después de un par de besos y textos cruzados, comienza a notarse. No es que quisiera yo infundir mis opiniones en ella, eso bien y entraba en la categoría de abuso, pero siempre quise hacerle entender por lo menos un par de cosas sobre cómo veía yo al mundo y cómo era posible vivir sin intentar matarse dos veces por semana. Abordar esos temas de frente era asegurarme su odio o su asco, era hacer las de predicador señalando el castigo de Sodoma. Tuve que ser menos directo. Eso no evitó los roces, sí.
—Eso es muy machista—diría Ger.
—Pero no quita que es verdad.
Hablábamos de la importancia de la jerarquía en todas partes, un reaccionario y la anarquía personificada sentados en el piso, apoyando las cabezas en un costado de la cama y con un cigarrillo en medio, brillando. Yo decía que había de haber un hombre en el frente porque la familia condiciona, es bloque y cimiento, es alteridad sencilla pues se comparte sangre y es lo que funciona; sus ventajas materiales son reflejo de su condición elevada como concepto, pero a Ger siempre le pareció una imposición opresiva: “¿qué más da si tengo la sangre de un par de sujetos que apenas y conozco?, ¿no es acaso la misma dinámica opresor-oprimido en su escala más baja? Yo quiero ser libre de todas las ataduras.”
Lo decía antes de inhalar humo, mirándome, esperando una reacción. Yo no reaccioné como solía; me puse en su lugar, sin ataduras, sin manos en mi espalda sintiendo mi respiración, sin gente afuera esperando por mí, nada que me pudiese frenar. Resulta que rompiendo las cuerdas es como uno termina mordiendo polvo en un hoyo. Sin frenos, uno cava hasta ser consumido por las entrañas de la tierra. Sin ataduras uno a ser espectro se condena, una grima andante incapaz de tocar tierra si no es para de(con)struir. Eso dije.
Después de soltar cosas del estilo, Ger me miraba con enojo, sorbía humo de nuevo y lo echaba en mi rostro. Me sentía genuinamente mal al verle así. Tal vez de haber leído menos yo, o de haber tenido una crianza más “modernizante”, de ciudad y no de pueblo, estaría en una situación similar: entregado a una mentira de liberación hecha para denigrar todo lo que alguna vez fue bello, pensándome útil a la empresa de botar un sistema muerto, perpetuando el actual, hablando de salud mental, de bienestar y a la vez queriendo morir cada segundo que pasa; el respectivo post rezando: “yo no necesito casarme para ser feliz, yo me amo y no dependo de nadie” seguido del “me quiero morir, esta existencia es tortura” y dos días después con máquinas pegadas al cuerpo, una clínica alrededor y la familia llorando, yo llorando -aunque menos- por quienes fueron privados de sentido.
—Pero vos no sos un hombre tradicional–me dice Ger–. Vos lo que sos es un hipócrita; promiscuo, degenerado y hedonista.
—No voy a cometer suicidio social por un mundo que no conocí y que no va a volver, por mucho que lo admire.
Miro a Ger con los ojos enrojecidos por el desvelo, sudando, olorosa a tabaco. Sonrío levemente, alboroto su cabello y beso su rostro. Admito que la gente así de mal me atrae.
—Igual todo está perdido–añado–, pero no por eso tenemos que perdernos nosotros.
Ger me abraza, susurra que estoy loco. Dice luego que me quiere, aunque odia lo que digo. Es recíproco el sentimiento y aun así me siento inútil. Le robaron el sentido y yo no soy sustituto. Tal vez en unos meses ni pase por su mente por estar con otro. Eso ha hecho la modernidad con nuestras mujeres. Ya no son nuestras.