Dos minutos para la media noche.

Nicaragua está en crisis. Me aventuro a decir que está muriendo, al menos como la hemos conocido los que aún vivimos. Este proceso no empezó en abril de 2018, tampoco cuando Ortega tomó posesión de la presidencia, ni siquiera puedo decir que fue al triunfar la revolución, aunque realmente me gustaría pensar que ese es el caso.

En realidad, nuestro problema va más allá del comunismo. Es incluso anterior a los Somoza o a José Santos Zelaya, quienes exhibían las patologías políticas que hoy se muestran acrecentadas en nuestros gobernantes y ministros.

Si me piden señalar un punto histórico, diría que venimos en picada desde nuestra independencia, cuando cambiamos el gobierno monárquico español con la barbarie del republicanismo y de ahí a la democracia irrestricta; con oposición, como es natural. Oposición aplastada.

Pocos se han puesto a la tarea de pensar realmente las consecuencias de nuestra independencia: guerras civiles constantes, empobrecimiento material, disgenesia a largo plazo; pérdida de la aristocracia, del culto a la ley; irrespeto y subversión contra la Iglesia Católica y otras instituciones de orden social, las pocas que nos permiten estar unidos al faltarnos la homogeneidad racial que, en otras naciones, es base.

Todo esto es, sin duda, digno de estudio. La destrucción de las naciones es atrayente como lo es el derrumbe de una vieja casa. No así el derrumbe de la casa propia. Tantas veces se ha tratado de detener el colapso y tantas veces los nicaragüenses nos hemos empeñado en que siga ocurriendo, siempre acelerando hacia el barranco. La revolución es testimonio fiel a nuestras nulas ganas de mantener el orden. El regreso de Ortega fue el último grito de «no queremos ley» que este país soltó.

Entonces, para nosotros en la derecha disidente de Nicaragua existe una pregunta clave: ¿cómo traer orden a un país que no lo quiere?, ¿con Walkers, Zelayas y Somozas?, ¿con libre mercado y derechos humanos?, ¿no intentamos todo eso ya y el resultado fue primero una revolución comunista y luego un secuestro total del gobierno a manos de aquellos mismos revolucionarios? Es verdad que somos conservadores, pero conservar errores es igual de malo que inventar nuevos, si acaso peor. Además, ¿qué de bueno queda para conservar? Vale más reforestar que buscar semillas entre las cenizas.

Esto, por supuesto, no significa descartar toda nuestra cosmovisión, más bien es un llamado a adaptarla a este siglo de ascuas, a un mundo en el cual la facción del orden ha muerto, o está mal herida, viéndose en necesidad de reconquistar los gobiernos que ella misma fundó, pulió y defendió hasta el último momento.
Citando a Julius Evola en su obra «Los hombres y las ruinas»:

Para un conservador revolucionario lo que realmente cuenta es creer, no en formas e instituciones pasadas, sino en los principios de los cuales dichas formas e instituciones fueron expresiones particulares, adecuándolas a un periodo específico, a una geográfica específica.

Puesto de otro modo: tenemos que dejar de añorar el pasado y empezar a aprender de él. Tenemos que huir del condenar y repudiar femeninos porque nuestra responsabilidad como partidarios del orden es salir y actuar, primero a nivel comunal, después proyectando hacia arriba toda la virtud adquirida.
Más sofisticadamente lo puso Carlyle en su primer Latter Day Pamphlet:

La única esperanza de Inglaterra son sus muchos reyes, que no necesitan de ninguna «elección» para mandar. La pobre Inglaterra nunca los necesitó tanto como ahora. El verdadero comandante y rey no es precisamente descubierto revisando el clamor popular; la fiel profesía judaica, sonando a diario en nuestras calles. Con respecto a la elección de estos hombres, casi nada es posible usando el sufragio universal. Los pocos sabios lograrán, de un modo u otro, tomar y asegurar el poder para mandar a los innumerables necios.

(Esto, aclaro, es tan cierto en la Inglaterra victoriana como en nuestra Nicaragua)

Y más concisamente lo escribió cierto pensador obscuro -que en futuras entradas conocerán- en forma de aforismo que, en nuestro español, va algo así:

Volvete digno, aceptá el poder, manifestá tu autoridad.

Y parte de volverse digno consiste en actuar dignamente.

Alguna vez escuché a un izquierdista criticar a los libertarios y conservadores nacionales por su falta de praxis. Algo de verdad habrá en eso. Pocos realmente han hecho algo por sus ideales fuera de expresarlos continuamente por Twitter o Facebook. Menos aún, diría, profundizan en su ideología; nos encontramos con esa clase de cuenta -todos la conocemos- no muy distinta de un NPC de izquierda, que continuamente escupe los mismo eslóganes gastados y memes de helicópteros, incapaz de salir a la calle a reconquistar su país, a hacer algo de verdad por su comunidad.

No estoy pidiendo un golpe de estado efectuado por una milicia de ninis resentidos que han visto el lado filoso de la modernidad y el capitalismo tardío, pero, ¿cuándo fue la última convención nacional de libertarios y/o conservadores?, ¿cuántas agrupaciones libertarias y/o conservadoras existen en nuestras universidades, así sean informales? No es que nada de eso nos hará ganar per se, pero la falta de ellas es una señal de nuestra nula voluntad para actuar más allá de las redes sociales.

Dado el clima político, tampoco es necesario ni deseable que nuestras acciones sean abiertas y públicas. Una o dos cosas podemos aprender de cómo los activistas de izquierda se organizan en secreto, cómo se infiltran, cómo subvierten y deconstruyen.

Una organización estudiantil liberal-conservadora podría funcionar de manera semi-oculta, dando formación y retroalimentación continua a sus miembros; profesando las ideas de lo verdadero, lo bueno y lo bello; dándose a conocer sólo de boca a boca, juntándose esporádicamente para discutir la siguiente acción y, sobre todo, ofreciendo al joven recién llegado una alternativa a la ortodoxia de la universidad moderna. Es algo que vale la pena considerar incluso para los más radicales, ya que esta clase de organizaciones pueden hacer el salto hacia la derecha más fornida. Quién sabe cuántas mentes valiosas hemos perdido por nuestra falta de actuar o por nuestras continuas y repetitivas rabietas en las redes sociales. No es posible quedarnos sentados y esperar que el país se arregle solo. Tal actitud nos asegura fracaso, morder polvo en manos rojas. Al menos yo no quiero dejar que eso ocurra, ¿vos sí?

El primer paso hacia el rejuvenecimiento de nuestros movimientos es darnos cuenta de esa verdad incómoda, muy presente, y es que nuestros predecesores fueron todos derrotados. No existe en Nicaragua ninguna institución sobreviviente a la catástrofe ochentera. Estamos a la deriva en ese sentido, no hay navíos que nos permitan contraatacar en un plano justo con los ideólogos progresistas.

La vida no es justa, nos está forzando a construir barcas de papel para hundir buques de guerra. Por mucho que nuestros enemigos nos quieran pintar como lobos, la verdad es que somos ovejas, no por propia voluntad, claro. Nuestras ideas están desprestigiadas, ninguna universidad nos defiende en la batalla cultural, no hay ONG que respalde nuestro actuar. De aliados sólo tenemos a la verdad, la belleza y la bondad. El resto depende de nosotros.

Puede que parezca una causa perdida, pero les aseguro: las causas perdidas son las que más vale la pena defender. Si fallamos y caemos en las garras del Leviatán, al menos de nosotros se dirá que lo intentamos y no creo que exista mejor honor que ser vilipendiado por las fuerzas del progreso.

Yo no quiero dejar que mi país muera sin por lo menos señalar que está muriendo y tratar de hacer algo, así sea algo comunal, un refugio que resista.

Y vos, joven nicaragüense, ¿adónde querés llevar a tu país?

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